Una colección de instantes

Nocturno (Página 3 de 4)

Condena

Aquel que desea la felicidad, esta condenado a buscarla. Quien la encuentra, a perderla. Quien la pierde, a recordarla. Y quien es capaz de recordarla, puede sentirse afortunado, porque, al menos alguna vez, caminó de su mano.

Aún siento su tacto sobre mi piel de vez en cuando. Quizá no se haya ido del todo de mi lado… todavía.

A medias

Mil veces me he dicho que las verdades a medias son las peores mentiras. Y mil veces me he mentido, queriendo creer a medias lo que los demás me señalaban como verdades. Pero caigo en la cuenta de las mentiras a medias que necesito para sobrevivir al desamparo de mi propia candidez.

Para mí no es sencillo explicarlo porque yo sólo lo entiendo a medias. Las únicas mentiras que me asustan y me dejan sin aliento, son las que siempre he sabido y escuchado a media voz en tus labios. Porque necesito creérmelas a medias para encontrar aire que respirar contigo.

El día que decidas no estar y deje de oírlas, no sé si las seguiré creyendo. O dejaré también de habérmelas creído, para poder soportar, a medias, la verdad que dejes conmigo. Querer creer mentiras siempre pinta de color triste el camino.

Las verdades a medias son las peores mentiras. Las mentiras a medias quizá sean, quién lo supiera, las peores verdades.

Hilos invisibles

Adivino que hay hilos invisibles que me engarzan a las personas que encuentro en mi camino. Ataduras del sentimiento que retienen mi marcha y me distraen del horizonte. Me envuelven, me atrapan, me confunden, me desconciertan.

Porque yo no busco nada en las orillas. Nada salvo, quizá, casualidades que reconforten y alivien la marcha. Despliego mis ojos sobre el paisaje que me contempla y hallo estelas de otros pasos que trazan mi misma dirección. Entonces me puede la curiosidad, sonrío al destino y el viento me regala besos entrañables que acojo con asombro.

Sueño con ser capaz, alguna vez, de averiguar cómo se usa la llave que tengo para abrir los corazones de los demás. Sin querer, sin saber, sin sentir,… me encuentro de repente sus puertas abiertas y entro feliz mientras abro también las mías de par en par.

Me asusta no saber el mecanismo. Ni si puedo salir y dejarlo todo como estaba o si debo cambiarlo y cambiarme. Nunca sé si quiero y puedo quedarme para siempre. Permanecer y cobijarme. Huir y sentir de nuevo el viento en el rostro.

Necesito averiguar lo que viste en mí que te hizo confiar. Pronunciar por su nombre el instante que nos une y descubrir si nos acerca o nos separa. Y encontrar el porqué de tus ojos y el para qué de mis letras. Romper el desconcierto de la espera y encontrar un ungüento de palabras que me sosiegue y me regale respuestas.

Es fácil que tampoco tú lo sepas. Ya pregunté antes de esta parada y nadie supo responderme. Porque nadie es capaz de conocerse sin haberse mirado antes en otros ojos. Dime porqué me abriste la puerta. ¿Cuál fue la contraseña?

Quiero encontrar un sortilegio que me enseñe lo que tú viste y no soy capaz de imaginar. Por eso dibujo en este espejo, con la esperanza de poder, un día, pronunciar de nuevo palabras mágicas que me traigan, intactos, todos los hilos invisibles que me dejé en el camino.

Parte de tu soledad

«Formarás parte de mi soledad», dijiste, y adiviné un gesto melancólico y sombrío. La frase es tuya, pero fue a mí a quien hizo temblar su frío.

Esta noche, seré parte de ella. Crearemos una especie de soledad conjunta, distante y diluida, que no dará consuelo ni ofrecerá descanso. Un invento que distraiga del presente y permita viajar a tiempos menos umbríos.

Por la mañana, volverás a tu misma vida, en tu mismo espacio y con tu mismo ritmo. Nada cambia si el azar no abre caminos. Caminos que siempre acaban por deshilvanar las coincidencias que nunca aciertan a ser las que habíamos decidido.

Pero el pasado es un pozo sin fondo, del que hay que huir, para no beber el agua irremediable de la tristeza. Es mejor salir de la nostalgia y envenenarse de vida. Porque los caminos sólo se recorren hacia adelante y mirar atrás es el pasaporte perfecto para rezumar caídas.

Me gustaría servir de refugio y saber contar cuentos que sólo tuvieran principio. Pero las musas son crueles con quienes ya no tenemos un corazón de niño en la garganta, y sólo se me ocurren historias que siempre acaban en el mismo instante en el que empiezan.

No quiero estar en tu soledad. Prefiero mil veces sentarme a tu lado, asomarme a este espejo y respirar, aunque sea de lejos, tu cercanía.

Nada nuevo

Esta noche, la luna ha abierto un claro entre las nubes para asomarse a mi interior. La canción gris y monótona del cielo ha venido dejando regueros vacíos de sombras, que alumbrados con blancura redonda, brillan ahora sobre el paisaje. Nada nuevo sobre los tejados ni detrás del vaho de los cristales.

El mundo se encoge debajo del paraguas y el horizonte se marcha de vacaciones, dejando una luz mortecina y ensimismada sobre el hueco que, hace un instante, ocupaba la gran montaña. Sonido de agua reventada por el caucho y repelida por los brazos incansables de los apartadores de gotas. Milagro cotidiano de galaxias minúsculas y transparentes, que permanecen ancladas sobre el metálico plano inclinado al viento de las máquinas de devorar el tiempo a cuatro ruedas.

Nada especial se adivina en las luces rectangulares y amarillas que decoran el paisaje de cemento. La gente anda deprisa y esconde la cabeza entre los hombros, que soportan la ropa apresurada del armario, como si así pudieran escapar indemnes del prodigioso agua cenital. Minúsculas hormigas, que se refugian en latas de colores con ventanales encendidos, en los que también viajan la tristeza y la prisa de llegar a no se sabe donde.

Me gustaría, en este instante mudo, tener abrazos lentos que me apartaran de la ventana y me guiasen hasta un país de corazones abiertos de par en par, con ojos que miran ojos, sueños que miran sueños y recuerdos conmovidos pululando por todas partes. Nada nuevo sobre mis mejillas. Nada extraño en la oscuridad.

Como ves, nada nuevo que decirte, Luna. Nada que añadir a lo que siempre ocurre cuando me visitas. He vuelto a estar en tus manos frías. Ahora, por favor, déjame llover tranquilo. En el mar que esta noche necesito, no puedo nadar contigo.

Sombras

La misma luz que ahuyenta las sombras es la culpable de que existan. Las crea y las recrea al mismo tiempo que las esquiva. Las siento a mi alrededor, escondidas en el umbral de la consciencia, cuando me abandono a la suerte del sueño. También las presiento en el ajetreo del sol insomne de las pantallas y en la suavidad arbitraria del desconsuelo diario que me interrumpe cuando no asoman las ventanas que espero.

Me inunda una tristeza absurda, inefable. Una tristeza inútil que no promete tiempos mejores ni rellena el leve duermevela de las noches. Una tristeza sin causa, una melancolía sin ausencia, una nostalgia artificial y malhumorada que me aleja del mundo. Quizá tan sólo pena, y hasta puede que de mí mismo.

El otoño me aprisiona y hace caer, como hojas marrones, las palabras que me permitían respirar. Y sin ellas en la solapa, no soy capaz de encontrar el hueco necesario, en el momento exacto, para divisar la salida y decidir encontrarla.

Es la misma vida, quien me tiende la mano o una trampa. Me conduce al lado oscuro y me oprime hasta conseguir que lo transcriba, para, al mismo tiempo, salir de él y revivirlo como si aún no hubiera escapado hacia la luz. Una luz que ahuyenta las mismas sombras que acaba de crear mientras una tristeza inmensa y tenaz juega a las margaritas con mi corazón.

Cuento: Tsuki y Fukuro

Érase una vez un hada pequeña y sonriente, de gesto tranquilo y manos nerviosas, que vivía en una casita nueva, tan pequeña como ella, muy cerca de los confines del reino de las Hadas.

Su dulce carácter y su paciencia le facilitaban la relación con el resto de habitantes, de entre los cuales, había muchos a los que podía llamar amigos; aunque, ya se sabe que, serlo, seguramente, eran unos cuantos menos.

Pasaba sus días entretenida con el mundo que le había tocado vivir, y derrochaba su vitalidad, a diestro y siniestro, con todos aquellos que tenían la fortuna de coincidir con ella en algún momento. Le gustaba el trato con los demás y se sentía a gusto entre sus vecinos de existencia. Y estos le demostraban su agrado sonriendo a su paso y llamándola por su nombre, Tsuki.

Sin embargo, las noches, pasaban despacio en la soledad de su cuarto. Sin previo aviso, una tristeza extraña que inundaba sus ojos y la acurrucaba sobre su cama, aparecía como por arte de magia. Y Tsuki daba vueltas a su cabeza, echando de menos a sus amigos, echando de menos la parte del mundo que se perdía, e incluso, a veces, echándose de menos ella misma.

Pero, cuando el sol volvía a brillar en lo alto y metía sus rayos amarillos por entre los cristales de la ventana, todas las sombras desaparecían y la vida se mostraba de nuevo sonriente y agradable como un caramelo de fresa.

Fukuro era un duende rechoncho, de ojos pequeños, que escondía sus rasgos detrás de los cristales, muchas veces grasientos, de unas gafas perennes e imprescindibles. Su cabello ralo hacía tiempo que había empezado a convertirse en hilos de plata, que se alborotaban aún más cuanto más largos se le iban haciendo.

Vivía en otra aldea lejana. Pasaba por la vida de la mano de otros amigos, con la cabeza siempre ocupada en extraños pensamientos, que, a él, se le antojaban unas veces profundos, y otras divertidos.

El azar le sorprendió un día nublado, de esos en que parece que las nubes están averiadas y dejan caer minúsculas gotas de agua que no consiguen llegar al suelo. Se dio cuenta de repente de aquel hada pequeña que, refugiada junto a él bajo las ramas del mismo árbol, le preguntaba con voz suave:

—No parece que llueva mucho, ¿verdad? Creo que voy a salir.

El duende nunca pudo recordar si le contestó. En aquel instante sólo era capaz de preguntarse de dónde había salido esa criatura y cómo no se había dado cuenta antes de que estuviera allí.

Desde entonces coincidieron muchas veces bajo aquel mismo árbol. Al principio, de nuevo, por casualidad. Pero conforme fue pasando el tiempo, una imperceptible llamada los reunía cada día, misterios del azar, a la misma hora, en el mismo sitio, hasta que, casi sin darse cuenta, consiguieron sentirse amigos.

Hablaron, sonrieron y contemplaron el mundo desde aquella esquina que tenía la virtud de hacer que ese mundo se detuviera unos instantes. O, al menos, eso parecía, aunque, como todos saben, la vida es un vértigo de ritmo inquebrantable que no tiene espera ni paciencia para tenerla.

Tardaron poco en enseñarse lo que ya sabían. Algo más les costó desconocer todo lo que no sabían, porque, la gran aventura de la vida es aprender; pero sólo el misterio de la curiosidad es el que dirige nuestros pasos y no siempre se acierta el camino que hay que tomar.

No transcurrió mucho tiempo, o quizá es que pasó deprisa, cuando el consejo de las Hadas llamó a Tsuki para encargarle una tarea que exigía que hiciera un largo viaje. Un viaje repleto de enigmas y aventura del que nunca se sabe cuándo se va a regresar ni a dónde.

Serenamente triste, el hada escribió en un trozo minúsculo de papel un corto hechizo indescifrable, que tenía el poder de ahuecar el espacio y encoger el tiempo como un acordeón. Y aunque Fukuro no sabía muy bien cómo funcionaba, lo cogió con el mismo cuidado que se guarda en el bolsillo el hilo que se quiere atar en la entrada del laberinto.

El tiempo hasta la partida fue un suspiro que acabó en canción. Porque así es como los seres mágicos se desean suerte y buenos augurios, y alivian la nostalgia de lo que dejan atrás. Tsuki se alejó, rumbo a su viaje, justo en el preciso instante en que su ausencia llegaba.

Fukuro, delante de la ventana, como su amiga le había dicho que hiciera, pronunciaba por las noches el hechizo. Y aunque no siempre funcionaba, cuando lo hacía, dejaban de importar las veces que no surtió efecto. Una voz en blanco y negro aparecía en la ventana, y, de nuevo, duende y hada, se sentían amigos mirando el mundo en la esquina bajo el árbol, mientras el tiempo parecía retroceder.

Magia es la única palabra que significa lo mismo para todos los que la pronuncian. Y magia fue lo que se enseñaron. Ella aprendió de la magia de los cuentos y él, más torpe y menos cuerdo, acabó entendiendo las palabras incompletas que se escriben en los sortilegios.

Al final, el tiempo lo borra todo. Tsuki y Fukuro acabaron olvidándose, porque el olvido es el final perfecto para los seres que habitan la memoria. Pero nunca es completo el olvido y ellos llevaron siempre prendida la llama de la magia que les visitó.

Aquí acaba y comienza de nuevo esta historia. Así que no te vayas aún, no tengas prisa. Antes de irte, prepárame tu hechizo de palabras incompletas y léemelo cada noche hasta que me lo sepa de memoria. Prometo ser torpe y, tal vez, con suerte, no terminar nunca de aprendérmelo.

Laberinto

Somos nuestro propio laberinto. Lo vamos construyendo anárquicamente, dirigidos por mano inexperta que olvida pronto el camino. Y no queda más remedio que avanzar, que seguir trazando calles que, buscando la salida, encuentran nuevos obstáculos que sortear.

No por caminar deprisa estamos menos asustados ni tenemos más cerca el alivio. Los muros que levantamos están hechos de frustraciones y amargura. Los asentamos en la tierra áspera que separa el miedo de la desesperanza. Nos sentimos a salvo cuando nos rodeamos de barreras místicas que empaquetan las emociones y oprimen la inocencia.

Pero cuando todo parece estar en orden, aparece la soledad, el desamparo. Un terremoto de tristeza mueve los muros de sitio y entonces es imposible encontrar la salida. La angustia nos envenena y no queda más remedio que trazar nuevas encrucijadas.

Como héroes y monstruos a la vez. Teseos que se debaten entre la ira y la compasión, buscando su propio Minotauro que, al tiempo que huye, desea fervientemente ser encontrado. Coleccionamos plumas y derretimos cera con la esperanza de romperlo todo y abandonar el entramado que nos retiene. Pero el sol está siempre demasiado cerca y las alas que fabricamos se deshacen en el primer aleteo.

Sé que una vez até en la entrada el hilo que me diste para que me señalara el camino. Pero tengo miedo de desandar mis pasos, encontrar la salida y enfrentarme a mi propia estupidez. Me faltan las fuerzas y la cobardía me desanima a salir de este mundo sin espejos.

Porque he visto al Minotauro, Ariadna. ¡Lo he visto!… Miré sus ojos y vi los míos. Reconocí mi voz en sus labios y mi pulso en su corazón. No tengo sitio donde ir. La única manera de escapar del monstruo, y de mí mismo, es seguir trazando nuevas encrucijadas para perderme y no dejar que nadie, nunca jamás, me encuentre de nuevo.

Cuentos derrotados: Pirata

Hace ya mucho tiempo que no hablo con ella. Cuando huimos de aquel país encantado decidimos no volver la vista atrás, olvidar el polvo de hadas y camuflarnos entre la gente de nuestro tiempo.

No fue difícil. Nadie nos hizo mucho caso. No hubo preguntas ni tuvimos que inventar excusas. La gente está acostumbrada a desconocer a sus vecinos y nosotros, nos empeñamos en no dar señales de aviso.

Al principio hablábamos todas las noches. Uno necesita puntos de referencia para no perderse entre la muchedumbre anónima y nuestras conversaciones me ayudaban a recordar quien fui. Y saber quién has sido, no sólo reconforta, sino que te abre la puerta que conduce a saber quién eres y quién quieres ser.

Pero el tiempo, siempre el tiempo, nos fue distanciando y los contactos dejaron de ser frecuentes. Ella había comenzado a encontrarse con su nueva vida, se sentía cómoda por momentos y no le acosaba la necesidad de verme, ni de contarme sus días, ni de buscarme en sus noches.

Sin más razón que la desgana, sin más lazos que los que el azar fue desatando, sin más motivo que lo urgente de las cosas inútiles, sencillamente y sin darnos cuenta, dejamos de hablarnos. No hubo tristeza. No apareció la nostalgia a socorrer nuestros recuerdos. El último hilo que nos unía se convirtió en polvo sutil, sin dar tiempo, ni aliento, a ninguna despedida.

Ahora sé que el amor se extingue, irremediablemente devorado por el vértigo de olas incansables, repletas de dejadez y de olvido. Ahora entiendo porqué la memoria nos aclara el camino deshaciéndose de los restos de los naufragios. Ahora comprendo, que la vida comienza cada instante y en cada instante empieza una vida, que no puedes llevarte contigo. Porque no hay nada eterno, ni siquiera el olvido.

Yo, ya no soy quien era. Ni ella tampoco. Pero sé, que una vez hace un tiempo incalculable, nos quisimos con un amor insólito y desproporcionado. Un amor minúsculo y profundo, un rugido susurrado. Un amor del que no queda ni nombre, ni rastro, ni destino. Un amor tan intenso, que más parece un olvido.

Ella, ya no se llama Campanilla. A mí, todavía, me siguen llamando Garfio, mis amigos.

Cuentos derrotados: Madrastra

Yo era feliz. Tenía un marido cariñoso que me dejaba hacer cuanto me apetecía en la corte. También tenía una hijastra muy hermosa, que nunca se opuso a nuestra relación, ni jamás me dio el más mínimo problema.

Era la voz del espejo la que dislocaba mis sentimientos. Maldigo la hora en que lo descubrí en aquella habitación antigua de palacio. Me pareció bonito y tenía las dimensiones adecuadas para colocarlo en mi vestidor. Lo desempolvé ilusionada, sin tener ni la más remota idea de los problemas que me iba a causar.

Me sorprendió aquella voz profunda que resonaba en mi cabeza la primera vez que me miré en él. Creí que eran imaginaciones mías, pero no. Cuando quise darme cuenta, apenas si podía dejar de mirarme y de mirarlo. Me atrapó como a una mosca despistada que entra en una botella. Su voz me transportaba a no sé qué paraíso del que no podía ni quería salir. Cuando murió mi marido y yo hube de hacerme cargo de todos los asuntos del reino, los despachaba con rapidez y torpeza porque deseaba volver a mirarme en su misterio y no dejar de oír en mi cabeza su dulce música.

Pero ella se dio cuenta de lo que me pasaba. Entraba en mi vestidor y observaba como yo permanecía absorta en la luna que reflejaba mi imagen oscurecida. Me llamaba, me movía, intentando apartarme de aquel espejo que me había convertido en una figura lánguida y mortecina a fuerza de no dejar que me viese el sol.

El espejo sintió el peligro y envenenó mi mente. Me trajo pensamientos horribles que convertían a aquella criatura nívea y celestial, en una bestia horripilante que me hacía estremecer. Mi propio enfado ante sus intromisiones, manejado por mano diabólica, me condujo a una furia intensa, imperiosa, insoportable.

Lloré amargamente en la soledad de mi despacho, cuando se fue aquel siervo cejijunto y desalmado que me enseñó un corazón desangrado en una cajita de madera. Fue como despertar del sueño para caer en una pesadilla. Pero no hubo tiempo para los remordimientos, cuando el espejo me hizo saber que ella aún seguía con vida y me insufló esa rabia incontenible que me llevó al borde de la locura.

No sabía lo que hacía. Tomé la manzana envenenada y caminé hacia el bosque como sonámbula, con la mente adormecida y el corazón estrujado de ira. No recuerdo que le dije al encontrarla, ni tampoco me explico cómo no me reconoció enseguida. Cuando crujió la fruta en sus dientes y ella cayó al suelo desvanecida, un temblor irremediable me sacudió con violencia y no pude pensar en otra cosa que no fuese huir. Corrí sin rumbo, sin descanso, sin sentido.

Llegué a palacio con el corazón latiéndome en las sienes y no encontraba suficiente aire para respirar. Subí al vestidor y busqué la paz en la luna del espejo. Su voz me reconfortó y me quedé absorta en su brillo hasta que un enjambre de manos de la muchedumbre desquiciada y vengativa, me arrancó de su lado y me sumergió en este infierno de tristeza y remordimiento.

Quiero avisarte, a ti que me estas leyendo, desde esta celda sin espejo. Es lo único que se me ocurre hacer para redimirme de mi tragedia. Desconfía de todo aquello que te aleja de la realidad, de las voces sin conciencia, del veneno agradable de los paraísos brillantes. Porque no fueron el odio ni la soberbia los que envenenaron mi mente. Quién pudrió mi corazón fue el espejo, fue el espejo, ¡fue el espejo!…

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