Érase una vez un hada pequeña y sonriente, de gesto tranquilo y manos nerviosas, que vivía en una casita nueva, tan pequeña como ella, muy cerca de los confines del reino de las Hadas.
Su dulce carácter y su paciencia le facilitaban la relación con el resto de habitantes, de entre los cuales, había muchos a los que podía llamar amigos; aunque, ya se sabe que, serlo, seguramente, eran unos cuantos menos.
Pasaba sus días entretenida con el mundo que le había tocado vivir, y derrochaba su vitalidad, a diestro y siniestro, con todos aquellos que tenían la fortuna de coincidir con ella en algún momento. Le gustaba el trato con los demás y se sentía a gusto entre sus vecinos de existencia. Y estos le demostraban su agrado sonriendo a su paso y llamándola por su nombre, Tsuki.
Sin embargo, las noches, pasaban despacio en la soledad de su cuarto. Sin previo aviso, una tristeza extraña que inundaba sus ojos y la acurrucaba sobre su cama, aparecía como por arte de magia. Y Tsuki daba vueltas a su cabeza, echando de menos a sus amigos, echando de menos la parte del mundo que se perdía, e incluso, a veces, echándose de menos ella misma.
Pero, cuando el sol volvía a brillar en lo alto y metía sus rayos amarillos por entre los cristales de la ventana, todas las sombras desaparecían y la vida se mostraba de nuevo sonriente y agradable como un caramelo de fresa.
Fukuro era un duende rechoncho, de ojos pequeños, que escondía sus rasgos detrás de los cristales, muchas veces grasientos, de unas gafas perennes e imprescindibles. Su cabello ralo hacía tiempo que había empezado a convertirse en hilos de plata, que se alborotaban aún más cuanto más largos se le iban haciendo.
Vivía en otra aldea lejana. Pasaba por la vida de la mano de otros amigos, con la cabeza siempre ocupada en extraños pensamientos, que, a él, se le antojaban unas veces profundos, y otras divertidos.
El azar le sorprendió un día nublado, de esos en que parece que las nubes están averiadas y dejan caer minúsculas gotas de agua que no consiguen llegar al suelo. Se dio cuenta de repente de aquel hada pequeña que, refugiada junto a él bajo las ramas del mismo árbol, le preguntaba con voz suave:
—No parece que llueva mucho, ¿verdad? Creo que voy a salir.
El duende nunca pudo recordar si le contestó. En aquel instante sólo era capaz de preguntarse de dónde había salido esa criatura y cómo no se había dado cuenta antes de que estuviera allí.
Desde entonces coincidieron muchas veces bajo aquel mismo árbol. Al principio, de nuevo, por casualidad. Pero conforme fue pasando el tiempo, una imperceptible llamada los reunía cada día, misterios del azar, a la misma hora, en el mismo sitio, hasta que, casi sin darse cuenta, consiguieron sentirse amigos.
Hablaron, sonrieron y contemplaron el mundo desde aquella esquina que tenía la virtud de hacer que ese mundo se detuviera unos instantes. O, al menos, eso parecía, aunque, como todos saben, la vida es un vértigo de ritmo inquebrantable que no tiene espera ni paciencia para tenerla.
Tardaron poco en enseñarse lo que ya sabían. Algo más les costó desconocer todo lo que no sabían, porque, la gran aventura de la vida es aprender; pero sólo el misterio de la curiosidad es el que dirige nuestros pasos y no siempre se acierta el camino que hay que tomar.
No transcurrió mucho tiempo, o quizá es que pasó deprisa, cuando el consejo de las Hadas llamó a Tsuki para encargarle una tarea que exigía que hiciera un largo viaje. Un viaje repleto de enigmas y aventura del que nunca se sabe cuándo se va a regresar ni a dónde.
Serenamente triste, el hada escribió en un trozo minúsculo de papel un corto hechizo indescifrable, que tenía el poder de ahuecar el espacio y encoger el tiempo como un acordeón. Y aunque Fukuro no sabía muy bien cómo funcionaba, lo cogió con el mismo cuidado que se guarda en el bolsillo el hilo que se quiere atar en la entrada del laberinto.
El tiempo hasta la partida fue un suspiro que acabó en canción. Porque así es como los seres mágicos se desean suerte y buenos augurios, y alivian la nostalgia de lo que dejan atrás. Tsuki se alejó, rumbo a su viaje, justo en el preciso instante en que su ausencia llegaba.
Fukuro, delante de la ventana, como su amiga le había dicho que hiciera, pronunciaba por las noches el hechizo. Y aunque no siempre funcionaba, cuando lo hacía, dejaban de importar las veces que no surtió efecto. Una voz en blanco y negro aparecía en la ventana, y, de nuevo, duende y hada, se sentían amigos mirando el mundo en la esquina bajo el árbol, mientras el tiempo parecía retroceder.
Magia es la única palabra que significa lo mismo para todos los que la pronuncian. Y magia fue lo que se enseñaron. Ella aprendió de la magia de los cuentos y él, más torpe y menos cuerdo, acabó entendiendo las palabras incompletas que se escriben en los sortilegios.
Al final, el tiempo lo borra todo. Tsuki y Fukuro acabaron olvidándose, porque el olvido es el final perfecto para los seres que habitan la memoria. Pero nunca es completo el olvido y ellos llevaron siempre prendida la llama de la magia que les visitó.
Aquí acaba y comienza de nuevo esta historia. Así que no te vayas aún, no tengas prisa. Antes de irte, prepárame tu hechizo de palabras incompletas y léemelo cada noche hasta que me lo sepa de memoria. Prometo ser torpe y, tal vez, con suerte, no terminar nunca de aprendérmelo.
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