La misma luz que ahuyenta las sombras es la culpable de que existan. Las crea y las recrea al mismo tiempo que las esquiva. Las siento a mi alrededor, escondidas en el umbral de la consciencia, cuando me abandono a la suerte del sueño. También las presiento en el ajetreo del sol insomne de las pantallas y en la suavidad arbitraria del desconsuelo diario que me interrumpe cuando no asoman las ventanas que espero.
Me inunda una tristeza absurda, inefable. Una tristeza inútil que no promete tiempos mejores ni rellena el leve duermevela de las noches. Una tristeza sin causa, una melancolía sin ausencia, una nostalgia artificial y malhumorada que me aleja del mundo. Quizá tan sólo pena, y hasta puede que de mí mismo.
El otoño me aprisiona y hace caer, como hojas marrones, las palabras que me permitían respirar. Y sin ellas en la solapa, no soy capaz de encontrar el hueco necesario, en el momento exacto, para divisar la salida y decidir encontrarla.
Es la misma vida, quien me tiende la mano o una trampa. Me conduce al lado oscuro y me oprime hasta conseguir que lo transcriba, para, al mismo tiempo, salir de él y revivirlo como si aún no hubiera escapado hacia la luz. Una luz que ahuyenta las mismas sombras que acaba de crear mientras una tristeza inmensa y tenaz juega a las margaritas con mi corazón.
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