Somos nuestro propio laberinto. Lo vamos construyendo anárquicamente, dirigidos por mano inexperta que olvida pronto el camino. Y no queda más remedio que avanzar, que seguir trazando calles que, buscando la salida, encuentran nuevos obstáculos que sortear.

No por caminar deprisa estamos menos asustados ni tenemos más cerca el alivio. Los muros que levantamos están hechos de frustraciones y amargura. Los asentamos en la tierra áspera que separa el miedo de la desesperanza. Nos sentimos a salvo cuando nos rodeamos de barreras místicas que empaquetan las emociones y oprimen la inocencia.

Pero cuando todo parece estar en orden, aparece la soledad, el desamparo. Un terremoto de tristeza mueve los muros de sitio y entonces es imposible encontrar la salida. La angustia nos envenena y no queda más remedio que trazar nuevas encrucijadas.

Como héroes y monstruos a la vez. Teseos que se debaten entre la ira y la compasión, buscando su propio Minotauro que, al tiempo que huye, desea fervientemente ser encontrado. Coleccionamos plumas y derretimos cera con la esperanza de romperlo todo y abandonar el entramado que nos retiene. Pero el sol está siempre demasiado cerca y las alas que fabricamos se deshacen en el primer aleteo.

Sé que una vez até en la entrada el hilo que me diste para que me señalara el camino. Pero tengo miedo de desandar mis pasos, encontrar la salida y enfrentarme a mi propia estupidez. Me faltan las fuerzas y la cobardía me desanima a salir de este mundo sin espejos.

Porque he visto al Minotauro, Ariadna. ¡Lo he visto!… Miré sus ojos y vi los míos. Reconocí mi voz en sus labios y mi pulso en su corazón. No tengo sitio donde ir. La única manera de escapar del monstruo, y de mí mismo, es seguir trazando nuevas encrucijadas para perderme y no dejar que nadie, nunca jamás, me encuentre de nuevo.