Hace ya mucho tiempo que no hablo con ella. Cuando huimos de aquel país encantado decidimos no volver la vista atrás, olvidar el polvo de hadas y camuflarnos entre la gente de nuestro tiempo.
No fue difícil. Nadie nos hizo mucho caso. No hubo preguntas ni tuvimos que inventar excusas. La gente está acostumbrada a desconocer a sus vecinos y nosotros, nos empeñamos en no dar señales de aviso.
Al principio hablábamos todas las noches. Uno necesita puntos de referencia para no perderse entre la muchedumbre anónima y nuestras conversaciones me ayudaban a recordar quien fui. Y saber quién has sido, no sólo reconforta, sino que te abre la puerta que conduce a saber quién eres y quién quieres ser.
Pero el tiempo, siempre el tiempo, nos fue distanciando y los contactos dejaron de ser frecuentes. Ella había comenzado a encontrarse con su nueva vida, se sentía cómoda por momentos y no le acosaba la necesidad de verme, ni de contarme sus días, ni de buscarme en sus noches.
Sin más razón que la desgana, sin más lazos que los que el azar fue desatando, sin más motivo que lo urgente de las cosas inútiles, sencillamente y sin darnos cuenta, dejamos de hablarnos. No hubo tristeza. No apareció la nostalgia a socorrer nuestros recuerdos. El último hilo que nos unía se convirtió en polvo sutil, sin dar tiempo, ni aliento, a ninguna despedida.
Ahora sé que el amor se extingue, irremediablemente devorado por el vértigo de olas incansables, repletas de dejadez y de olvido. Ahora entiendo porqué la memoria nos aclara el camino deshaciéndose de los restos de los naufragios. Ahora comprendo, que la vida comienza cada instante y en cada instante empieza una vida, que no puedes llevarte contigo. Porque no hay nada eterno, ni siquiera el olvido.
Yo, ya no soy quien era. Ni ella tampoco. Pero sé, que una vez hace un tiempo incalculable, nos quisimos con un amor insólito y desproporcionado. Un amor minúsculo y profundo, un rugido susurrado. Un amor del que no queda ni nombre, ni rastro, ni destino. Un amor tan intenso, que más parece un olvido.
Ella, ya no se llama Campanilla. A mí, todavía, me siguen llamando Garfio, mis amigos.
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