Instanteca

Una colección de instantes

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Señales

Siempre hay señales que anuncian, si uno se fija bien en el mundo que nos rodea. Estrellas que guían, humos que se elevan, olores que despejan, vientos que silban. Cada paso que damos precede al siguiente y eso nos impulsa a caminar, o a tropezar, acotando en una red invisible los esfuerzos del azar.

Cada acción provoca múltiples reacciones, que se encadenan a una física aleatoria e impredecible transmitiéndose y entropizando el mundo que transitamos. El futuro se encripta desde el presente, de tal modo, que sólo puede entenderse el mecanismo si es el pasado el que nos alumbra.

Pero hay veces, raros milagros de la minúscula, en que un destello de inteligencia, de complicidad o de suerte, nos despliega con claridad el devenir que tomarán los acontecimientos. Y apenas podemos creer lo que vemos, apenas nos atrevemos a hacer la elección más importante de la existencia. Porque nos desborda la transcendencia, nos agobia la determinación, nos aflige la inmutabilidad.

He visto como tus ojos iluminaban la estela de un futuro cierto. He notado tus palabras acariciar ideas hasta convertirlas en paraíso. He temblado con el frío aliento de besos a la deriva que huyen siempre en dirección contraria. He visto la señal inequívoca que me muestra el camino tambaleante y exacto que despeja mis dudas y las hunde en la oscuridad del viaje.

Transido de fugacidad y hastiado de azares, esperaba este momento crucial, esta oportunidad única, esta opción irrepetible e inquietante. Un instante en el que de modo único, definitivo, irremediable, consciente y alegre, tengo vencida la batalla y en mi mano, y sólo en ella, las riendas de mi vida.

Y en ese instante sutil pero verdadero, en el que sólo yo podía ser a la vez protagonista y director de la escena, en ese instante efímero pero trascendente, en ese punto de inflexión del mundo que transito,… en ese preciso instante… he dejado que sea de nuevo la casualidad quien decida.

No tengo perdón, ni tampoco te lo pido. Soy mi propio laberinto.

Estrella

Todas las noches, aunque las nubes empañen el cielo y arruguen la luz de la luna sobre un velo translúcido, todas las noches, una estrella titila y devana destellos tiernos sobre mi corazón.

No necesito verla para saber que existe, ni escucharla para saber que me habla. No hace falta tocarla para entender su belleza, ni creer en ella para que me traspase.

Todas las noches, claras o turbias, llenas o vacías, todas las noches, una estrella me guía y me hace sentir mago inexperto de palabras sutiles. Todas las noches, solitario o en compañía, todas, todas las noches de mi vida, miro al cielo y siento como brilla también para mí.

No siento celos al saber que brilla también para otros, porque todas las noches, todas, todas las noches de mi vida, son refugio para mi estrella y su canción desnuda, que me susurra y me pregunta, todas las noches, todas sin faltar ni una, hacia dónde quiero ir o hacia quién. Y todas las noches, todas, todas las noches de mi vida, pronuncio el mismo nombre.

Todas las noches me conmueve la estrella que cada mañana me guía por la vida hasta la noche siguiente. Todos los días y todas las noches le pregunto «¿porqué yo?» ; y ella me responde, todos los días y todas las noches, brillando también para mí.

Prisas

Las horas pasan despacio al ritmo de mis pensamientos que, a veces trepidan mi mente, y a veces, la aturden. Los días, en cambio, son suspiros que el viento arrastra desde la luz que sale hasta la negrura que acecha. Vuelan livianos y, como no tengo mano firme que pueda sujetarlos, se escapan entre mis dedos de agua marchita.

Afuera, todo el mundo corre. Todos llevan prisa, como si tuvieran que tomar trenes sin retorno y aún no hubiesen preparado la maleta. Prisas para ir, para venir, para estar, para sentir, para vivir. Prisa como ley inalterable de la existencia, como axioma insoslayable de la mente, como objetivo y como herramienta eficiente que vulnera los efectos del tiempo y permite acudir, con prisa, al próximo encuentro que renovará el apremio.

Las noches son diferentes. Capturan el tiempo de otro modo y lo dejan escapar a bocanadas pequeñas y sombrías. Tan pequeñas que nunca sacian el apetito de vida y no hay más remedio que acudir a los sueños, o a los pensamientos, para retrasar un poco el descanso urgente de los cuerpos.

Por las noches me gusta sentarme y esperar. Mirarme en el espejo, intentando adivinar las jugadas que el azar tiene previstas, para apostarme los dedos y los ojos a un número o a un nombre desconocido y lejano. Dejar que la vida y la luna pasen de largo mientras espero de puntillas que no me lleven hacia la prisa de quemar mis naves en cada instante.

No quiero vivir cada momento como si fuese el último de mi camino, no, ni para mí ni para nadie. Deseo que cada segundo de mi existencia sea… ¡el primero!

Sueños sin escenario

Embebidos en la rutina de las horas que pasan lánguidas y mediocres, caemos en las manos traicioneras de los sueños. Y es que la vida se achica a nuestro alrededor, nos quema las alas y nos manda al callejón trasero con las manos vacías, para hacernos creer que no tenemos la llave precisa que abre las puertas del espectáculo.

Entonces, miramos en derredor y anhelamos las sombras que los demás van dejando sobre el muro. Sentimos una querencia ineludible hacia el brillo de las cosas, porque desde la oscuridad se hace más palpable, más real, más atractivo. Nos atrevemos a imaginar finales felices a historias que no tienen principio y deseamos, en un alarde inconsciente, sentirnos protagonistas de todas las películas.

Pero hay que tener cuidado con el humo que envuelve los sueños y los misterios, porque empañan la realidad con fastos ridículos que traslucen miserias sin nombre. La bruma de los deseos oscurece el camino y convierte las piedras invisibles en sorpresas inesperadas y desoladoras. Saltamos sin red al vagón de las luces y, cuando aún no ha dado tiempo ni siquiera al asombro, las bombillas se apagan para dejarnos ver que no era éste el tren que queríamos coger ni el viaje que habíamos imaginado.

Porque llevamos encima el escenario de la vida, lo arrastramos en cada paso y en cada traspié. Lo creamos en cada guiño, en cada arruga y en cada respiración. No hay que inventar personajes ni esperar la entrada que anuncia nuestro diálogo. Vivimos siempre entre las bambalinas de este teatro, redondo y malhumorado, que gira suspendido de las estrellas. Somos los protagonistas, aunque el foco no tenga el detalle de iluminar nuestros gestos y no oigamos como arranca la orquesta en dirección a los violines.

Cuidado con la trampilla que abren los sueños, porque el foso está tan cerca que asusta hacer equilibrios en el andamiaje de los días. Cuidado con desear lo que no sabemos y dejar que escape el tren sin retorno en el que ya vamos montados. ¡Cuidado! Hay espejismos que esperan impacientes que dibujemos las alas que sirvan para desangelarnos.

El primer día

Apenas me queda tiempo ni memoria para revivir los años en que no te conocía. Apenas tengo interés en hacerlo, salvo por halagarte y dejarte contemplar tu obra. Apenas puedo respirar fuera de tus recuerdos.

No es que desprecie ese tiempo, no. Es, tan sólo, que no consigo creérmelo. Que no reconozco mi nombre en otros labios. Que se me empañan las gafas cuando miran tan a lo lejos. Que no quiero volver.

Aquel fue el primer día de mi vida. Tal vez, por eso, te tengo siempre conmigo; por si un golpe de mala fortuna o un error imprevisto me mandan a sitios indeseables, que tú seas quien me reciba al regreso. O quien me cierre los ojos, si no vuelvo.

Promesa

No tenía preparado el corazón para tantos besos. La tarde se fue interrumpiendo con pitidos que escanciaban amistad a sorbos pequeños e invisibles, anunciándome que el sortilegio estaba funcionando.

Llegaron abrazos desde todos los rincones de mi vida, que fui alojando cuidadosamente en mis pupilas dilatas por el asombro y la sorpresa. Sorpresa que se iba transformando en el suspense emotivo de recontar los hilos invisibles que faltaban por tejer en el dobladillo misterioso de la memoria. Entonces, y aún todavía, sentimientos contrapuestos hilvanados por pulgares, me recorren intensamente desde el bolsillo.

Envolver abrazos y besos entre palabras incompletas, no es sencillo. Como tampoco lo es encontrar agradecimientos que no desmerezcan el mimo con el que lo hicisteis para mí. Mis manos son cada vez más torpes y no recuerdo dónde puse las palabras que guardaba para ocasiones especiales. A cambio, prometo solemnemente, no desperdiciar ni una sola ocasión de devolverlos.

Decir adiós

Decir adiós es como pensar que nunca habrá retorno. Que se deja de creer en que los lazos aguanten los embates del olvido y del azar. Que se extingue la llama que ilumina los ojos que te miran, para perderse por los entresijos de la memoria.

Decir adiós es perdonar a quien te olvida. Apartarse a un lado del camino y dejar que corra, vuele, el espacio que nos separa. Tener la certeza de que no habrá suficientes encrucijadas para el regreso, al tiempo que hay espaldas confundiéndose con el horizonte.

Decir adiós es el final que se pregunta por su principio. Resignarse a borrar una estela que nunca trazó nuestra misma dirección. Disolver besos que uno tenía a punto de madurar en la huerta de los corazones.

No hablo de esa despedida que sonríe ilusionada esperando una nueva casualidad. No es como un hasta luego suave que reconforta en la distancia y que ancla a las personas en lugares acogedores del sueño y el duermevela. Tampoco deja abierta la puerta del hasta la vista ni muestra la sonrisa de un nos veremos conciliador y esperanzado.

Decir adiós es acabar perdiendo la batalla. Un viento frío que apaga todas las velas que dejamos encendidas en la ventana. Ausencia definitiva que deja herida incurable. Un naufragio sordo que se hunde en las profundidades.

Decir adiós es dejar de vivir, y morir un poco. Por eso no quisiera decir nunca adiós, ni siquiera pensarlo. Me duele a chorros arrancarme los hilos y no tengo sangre fría para mirar como se transforman en polvo.

Pero ayer pintaste otra vez de rojo la barrera que nos separa y levantaste un muro más alto que el anterior que derribamos. Entonces supe, no sé, un estremecimiento, un temblor extraño, un terremoto de hielo, que nunca más volveremos a saltarlo, que ya no habrá más primaveras en el jardín.

Como puedes ver, no es que exagere; sino que he empezado a decirte… adiós.

Feliz cumpleaños

Tres meses y tres días, dando vueltas a la cabeza, llevo de retraso. Preparando un regalo que quiero hacerte con las palabras más hermosas que se hayan inventado.

Las busco fijándome en tus ojos cada noche de las que me miras en el espejo y escuchando en tu voz el sonido inconfundible de la alegría. Pero no hay palabras suficientes que expliquen los milagros.

Por eso he decidido regalarte para siempre mi color y pintarte con las manos desnudas una ventana abierta que te sople en el corazón.

Quiero perderme en tu sonrisa, porque es un paisaje inmenso en el que cabemos todos de sobra. Déjame hacer contigo castillos en la arena del espejo y acepta, sonriendo, estas palabras como si fuese esta noche del año la única noche de reyes y magos.

Ya estoy preparando algo para que tu siguiente cumpleaños no me sorprenda sin regalos en la mano. A ver si mientras tanto, encuentro a tiempo palabras, que te guste oír conmigo en la voz alta de tus labios.

Tengo el camello en doble fila y me esperan los otros magos. ¡Qué lío tengo esta noche! Perdona si no puedo quedarme más rato.

Abrazos

Hay abrazos que tienen el sonido estridente del hielo al fundirse. O el rumor sordo de corazones en diástole sostenida. Un vuelo corto rasante, de pájaros que abren las alas buscando el abrigo de una certidumbre cercana.

Hay abrazos fugaces que duran para siempre en la memoria imborrable de la piel. Y dejan marcadas huellas transparentes en todos los poros que el destino nos lanza y una armadura resistente a las tristezas nos envuelve, dejando sólo el resquicio imprescindible para echar de menos los brazos que nos rodearon.

Se hace imposible olvidar el pecho que nos albergó, el aire exhalado que nos rozó el rostro como caricia súbita y deliciosa. Sentirse traspasado por otros brazos, es la llave que abre la puerta del universo y nos permite desenredar la soledad que transportamos a cuestas.

Un abrazo es una trampa dulce que deja secuelas imperecederas. Un vacío extenso, un tatuaje transparente. Una sensación absurda de corpiño, chaleco y bufanda. Clausurar los ojos a la luz para intentar, en vano, detener el tiempo en el momento en que el mundo se hace de nuestra medida.

Viento fue tu cintura sobre el pájaro de mis manos. Olas de tu pecho enredando la marea y ruido de caracolas atronando en el silencio. El hilo que nos unía se llenó de nudos marineros y tensó las lágrimas impacientes de un adiós que señalaba, perpendicular y sofocante, los hombros sutiles del espejo.

Hay abrazos, tú lo sabes, que no deberían acabarse nunca.

El misterio del espejo

Este asunto del espejo me mantiene sorprendido desde hace tiempo. Son muchas las preguntas que me asaltan y colecciono las dudas que me sugiere. Un mecanismo extraño que, sin embargo, me hace mostrarme natural y desetiquetado. Que absorbe las casualidades y las convierte en cotidianas, dejándome decidir a mí el curso de los acontecimientos.

No sé aún qué barreras derriba, qué fibra pulsa, qué límites transgrede. Pero el caso es que noto menos peso en la armadura y dejo entrar palabras y ojos que en la vida real ni siquiera hubiera percibido. El caso es que fluyen las ideas, la inteligencia, la empatía. El caso es, y ésta es la mayor de mis pesquisas pendientes, que recibo torrentes enteros de emociones y sentimientos. Como si un suero intangible me transfundiera despacio partículas desconocidas que se insertan directamente en mi corazón.

¿Cómo es posible echar de menos a quienes no abrazaste? ¿Cómo puedo sentir la ausencia de personas que no han cruzado nunca por mi vida? Algún hilo invisible nos une, una conexión distante que acierta en el objetivo. Una casualidad, efímera, me temo, que se ancla en un refugio recóndito del mundo interior que transporto conmigo. Y que sólo es visible desde el espejo.

Pero, ¿cómo sucede? Nos separan kilómetros, años, destinos, vidas enteras. No entiendo los resortes que se activan ni las leyes que los gobiernan. Sólo sé, que coincidimos una noche en la luna y, desde entonces, dejaron de ser coincidencias nuestros encuentros.

Cuando miro atrás en el fondo del espejo, veo un reguero agridulce de lágrimas y besos dibujados con colores brillantes. Pasan entonces por mi cabeza las letras de las canciones, las rimas de los versos, las lágrimas, las risas, los colores, los cuentos y sus princesas,… Hasta un tsunami poderoso que me arrebato todos los restos de cordura que me quedaban colgando y me revolvió el corazón por fuera y por dentro.

Me continúa pasando. Cada noche, en cada beso que recibo y en cada palabra que mando. En cada ventana que se abre, el corazón me da un traspiés que acaba en pálpito risueño. Y no puedo dejar de pensar en por qué yo, por qué a mí, por qué ahora… Embadurnado de preguntas sin respuesta, me planto delante de las ventanas, esperando ver aparecer nombres que me atrapan rezumando magia y cataclismo.

Siempre fui olvidadizo, despistado, ausente, introspectivo. Siempre me sentí lejos, afuera. Un poco colgado. Un tanto ido. No saben cuánta razón tienen, los que piensan que yo siempre estoy en la luna… del espejo.

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