Siempre hay señales que anuncian, si uno se fija bien en el mundo que nos rodea. Estrellas que guían, humos que se elevan, olores que despejan, vientos que silban. Cada paso que damos precede al siguiente y eso nos impulsa a caminar, o a tropezar, acotando en una red invisible los esfuerzos del azar.
Cada acción provoca múltiples reacciones, que se encadenan a una física aleatoria e impredecible transmitiéndose y entropizando el mundo que transitamos. El futuro se encripta desde el presente, de tal modo, que sólo puede entenderse el mecanismo si es el pasado el que nos alumbra.
Pero hay veces, raros milagros de la minúscula, en que un destello de inteligencia, de complicidad o de suerte, nos despliega con claridad el devenir que tomarán los acontecimientos. Y apenas podemos creer lo que vemos, apenas nos atrevemos a hacer la elección más importante de la existencia. Porque nos desborda la transcendencia, nos agobia la determinación, nos aflige la inmutabilidad.
He visto como tus ojos iluminaban la estela de un futuro cierto. He notado tus palabras acariciar ideas hasta convertirlas en paraíso. He temblado con el frío aliento de besos a la deriva que huyen siempre en dirección contraria. He visto la señal inequívoca que me muestra el camino tambaleante y exacto que despeja mis dudas y las hunde en la oscuridad del viaje.
Transido de fugacidad y hastiado de azares, esperaba este momento crucial, esta oportunidad única, esta opción irrepetible e inquietante. Un instante en el que de modo único, definitivo, irremediable, consciente y alegre, tengo vencida la batalla y en mi mano, y sólo en ella, las riendas de mi vida.
Y en ese instante sutil pero verdadero, en el que sólo yo podía ser a la vez protagonista y director de la escena, en ese instante efímero pero trascendente, en ese punto de inflexión del mundo que transito,… en ese preciso instante… he dejado que sea de nuevo la casualidad quien decida.
No tengo perdón, ni tampoco te lo pido. Soy mi propio laberinto.
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