Las horas pasan despacio al ritmo de mis pensamientos que, a veces trepidan mi mente, y a veces, la aturden. Los días, en cambio, son suspiros que el viento arrastra desde la luz que sale hasta la negrura que acecha. Vuelan livianos y, como no tengo mano firme que pueda sujetarlos, se escapan entre mis dedos de agua marchita.
Afuera, todo el mundo corre. Todos llevan prisa, como si tuvieran que tomar trenes sin retorno y aún no hubiesen preparado la maleta. Prisas para ir, para venir, para estar, para sentir, para vivir. Prisa como ley inalterable de la existencia, como axioma insoslayable de la mente, como objetivo y como herramienta eficiente que vulnera los efectos del tiempo y permite acudir, con prisa, al próximo encuentro que renovará el apremio.
Las noches son diferentes. Capturan el tiempo de otro modo y lo dejan escapar a bocanadas pequeñas y sombrías. Tan pequeñas que nunca sacian el apetito de vida y no hay más remedio que acudir a los sueños, o a los pensamientos, para retrasar un poco el descanso urgente de los cuerpos.
Por las noches me gusta sentarme y esperar. Mirarme en el espejo, intentando adivinar las jugadas que el azar tiene previstas, para apostarme los dedos y los ojos a un número o a un nombre desconocido y lejano. Dejar que la vida y la luna pasen de largo mientras espero de puntillas que no me lleven hacia la prisa de quemar mis naves en cada instante.
No quiero vivir cada momento como si fuese el último de mi camino, no, ni para mí ni para nadie. Deseo que cada segundo de mi existencia sea… ¡el primero!
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