Instanteca

Una colección de instantes

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Pasos

Anoche, justo antes de oscurecerse la conciencia, en la puerta de mis sueños se abrió una rendija con el eco de tus pasos que se acercaban por el pasillo. Era un cascabeleo alegre, inocente, un tic-tac de manecillas de reloj a punto de detenerse en tu sonrisa desde el umbral.

El sol, que entraba hasta la mitad porque mis sueños siempre se orientan al sur, se detenía complacido en tu silueta coqueta y te besaba los pies con los haces de luz que esquivaban mi sombra. Un color dorado, como de pan recién salido del horno, inundaba la estancia y la bañaba con la sustancia sutil de la que están hechas las fantasías.

Escondida detrás de tus ojos, te deslizabas casi sin ruido hasta rodearme con tu velo candoroso y magnético. Suspiraba confianza la mano que me ponías en el hombro, ahuyentando soledades, buscando refugio; encontrando un apoyo en aquel yo que andaba sentado de puntillas queriendo y no pudiendo estar a la altura de tu corazón. Tal vez me hubiera bastado dar un salto, lanzarte un guiño nuevo o subirme al cielo de tu pelo con el timbre más simple de mi respiración.

Despreocupada e ingenua, suavemente, con una ternura que me frenaba los giros del mundo y me ensanchaba los instantes hasta dejarlos repletos de esencia, echabas tu cuerpo sobre la mesa manteniendo enhiesta, con el codo y la mano, la torre grácil de tu cabeza. Desde donde, deshaciendo mi nombre en un mohín, volvías a sonreír una pregunta —y al mismo tiempo, respuesta— que borraba las dudas que sembrábamos allí.

Ya no recuerdo más de la secuencia y bien que lo siento. El velo del sueño lo encerró todo tras el muro opaco del letargo y apenas puedo recordar tu perfil de sirena derramando mimo en el espacio que se mecía en torno a ti. Pero así son mis sueños, paraísos esquivos, adivinanzas y laberintos, atrapatiempos en el espejo y deseos que huyen en el viento porque no hay letras que los sepan escribir.

Me entristece tu evanescencia, el presentimiento doloroso de que no volveré a estar consciente cuando decidas otra vez visitarme. Me duele no haber reconocido tu rostro, no poder pronunciar tus labios, no haberme aprendido tus ojos. Me estremece pensar que no podré volver a verte jamás.

Pero si existieras un instante, un momento, un día, en esta vida o en otra, en algún rincón de este mundo o en un reflejo del espejo, yo también procuraría existir entonces, desde este nombre con hombre o desde otro menos oscuro, para devolverte, de una en una, todas las ternuras que grabaste anoche con tu luz de luna en la puerta más secreta de mis sueños.

Necesito reventar el tiempo y apagarle los ruidos. Para escuchar —sin perder detalle— todos los pasos que se acerquen por el pasillo.

¡Increíble coincidencia!

Llegaste a casa hace un rato, todo normal, nada nuevo. Entras en el salón, sin querer fijarte mucho en las cosas que se están descolocadas, mientras piensas en la cena, buscando el equilibrio más sencillo posible entre la hora que es y las pocas ganas de fogón que te quedan.

Se escucha en toda la casa la música que has puesto en la radio. Te gusta más que la tele porque no te ata al sofá y puedes tenerla de fondo mientras te pones a cocinar. Vuelves al salón, entre sartén y plato, y acabas colocando lo que antes pasaste sin ordenar, no puedes evitarlo.

Has cenado algo al final, aunque no mucho; el cansancio y los nervios siempre te quitan el apetito. No tienes gana de poner otra lavadora ni de despejar el fregadero, así que te sientas en el sillón. Pero no hay ningún programa en la televisión que merezca la pena verlo.

Piensas en leer algo, no sé, el libro que tienes en la mesita de noche, que te queda todavía un poco para terminarlo. Pero es temprano para meterse en cama, así que cambias las luces y entras en la habitación. Tal vez tengas algún correo y enciendes el ordenador para comprobarlo. Pues no, nada interesante, sólo publicidad y powerpoints que acabas eliminando.

Pero, total, ya que está encendido, —con lo que le cuesta arrancar al Windows—, abres el navegador y despliegas los favoritos. Mmmm… a ver… a ver… Al final abres la página de La Coctelera pensando en ver lo que hay nuevo. Un vistazo a los últimos post… mmm… a ver… este mismo parece interesante, te llama la atención el título: «¡Increíble coincidencia!».

Y aquí estamos. Coincidiendo. De entre los millones de páginas que hay en internet, has elegido precisamente ésta en este momento. ¿No te parece increíble? No me digas que nunca has pensado lo caprichoso que es el azar y cómo nos mueve a su antojo por su tablero redondo.

Este post es un experimento. Verás, tengo un contador, ahí un poquito más arriba, a la derecha, con números blancos sobre fondo negro. Cuando entro al blog para ver lo nuevo y si hay algún comentario, veo que ha habido, no sé, veinte visitas, pero, sin embargo, sólo uno o dos comentarios. Y me mata la curiosidad de no saber quién ha pasado por aquí.

Si fueses tan amable, te pediría que contribuyas a mi experiencia con un comentario. Basta un saludo, no sé, lo que quieras. Aunque puestos a pedir, me gustaría saber desde dónde me lees y cómo me has encontrado. Pero, en fin, eso, tú mismo, tú misma. Y si te apetece curiosear un poco por el blog, pues, perfecto. Y si no, pues, perfecto también.

Te agradezco sinceramente que me hayas dedicado tu tiempo, comentes o no. También quiero agradecer su esfuerzo a la mariposa que, al mover las alas en alguna parte del mundo, te hizo llover sobre mí.

Permíteme un último pensamiento. Tal vez volvamos a coincidir, si es tu gusto volver a pasar por aquí dentro de un tiempo. Y si así fuera, entonces, ya no sería casualidad, sino un reencuentro. No sólo es azar lo que mueve el universo. Las más increíbles coincidencias de este mundo, en el fondo, no son tan increíbles. Y, a veces, ni siquiera son coincidencias.

Gracias. Buena suerte. Nos vemos en otro recodo del camino.

Cuando un verso me nombre

Cuando un verso me nombre, saltaré feliz entre las letras, subiré al cielo de los ojos y lloveré en su estampa de la esfera. Chapotearé en la tinta, para que manche mi recuerdo en las manos frescas que me escribieron.

Me esconderé en el renglón preciso para no dar descanso a la boca abierta de las vocales. Me subiré a los lomos de las palabras mientras intrigan significados distintos que ponerme en el equipaje. Rozaré la luz de las lámparas encendidas que alumbren lo escrito, para no dejar nunca, nunca, que se apaguen.

Cuando un verso me nombre, viviré cada vez una vida diferente, con un final distinto, con un principio inexistente. Me acurrucaré en la memoria para saltar de improviso a la levedad del presente. Dejará de arañarme el tiempo y podré esconderme tranquilo de las espaldas de la suerte.

Enterraré en las comas mi tesoro de aire para que respiren las bocas y puedan seguir el viaje. Esperaré impaciente, colgado en los puntos suspensivos, hasta que una sonrisa me descubra de repente en el mensaje.

Cuando un verso me nombre, lo mantendré siempre recto, siempre tierno, siempre en orden. Cuidaré que no se extinga su rima ni su ritmo. Me guardaré con mimo en cada sílaba, en cada espacio, en cada borde del papel que me escriba y dejaré que me roben todas las miradas que se posen posesivas cuando mis pasos sin peso me eleven en el aire.

¡Tiembla, olvido! Desata tu furia y tu miedo más cobarde. Porque, con una sola vez que un verso me nombre… siempre, siempre, podré derrotarte.

Mientras estoy aquí, entre olvido y derrota, escribiendo besos y versos que pronuncian tu nombre a todas horas. Soñando, y sabiendo, que puede ocurrir cualquier cosa… Hasta incluso que, alguna vez, un verso me nombre.

Jardinero

Pasa el jardinero montado a lomos de su rocín mecánico y repasa con cuidado los bordes del mundo verde que diviso desde la ventana.

Es una suave colina que asciende tranquila, ensimismada en sus propios vericuetos. La grama teje una alfombra que besa los pies de los pinos altos que dejan caer sus ramas con el aburrimiento propio de quien sólo puede ver el mundo asomándose siempre al mismo agujero. El hartazgo de bañadores y cuerpos que van cambiando su color por otro más tostado, les hace buscar los pájaros de arriba que les alienten con su vuelo el paso de los días.

El jardinero dibuja caminos que se van quedando marcados en las puntas abruptas de las hojas rotas que deja como reguero. Rodea los pinos, los envuelve, gira, navega, rellena el espacio. Vuelve con la máquina sobre sus pasos y se ajusta a los troncos, a los bordes de las veredas de pizarra engarzada en cemento que dan acceso a las casas blancas y luminosas.

Huele a savia derramada, a verdín desorientado, cuando termina su tarea y descarga los restos inertes sobre una esquina del jardín. Se refresca con una botella de agua que me nombra la sierra que se me asoma todas las noches por el balcón, y vuelve atrás la vista, limpiándose el sudor bajo el sombrero. Contempla su obra. Y yo, con él, repaso los caminos, las vueltas absurdas, la falta de geometría que nos convierte la vida en un laberinto único y fugaz.

Recuerdo haberlo visto pasar cinco veces rodeando el pino más grande. Que, aunque la suerte pasó cinco veces por su lado —quién sabe por qué—, no ha pestañeado ni una piña ni ha estremecido una hoja para subirse a ella y sigue estirado y olvidado en mitad de la loma, camino de ningún sitio, silbando en el viento sus canciones de aroma.

Pasa una mujer de largo, como tú pasaste un día, y saluda al jardinero que se aleja, con su ruido infernal y su ignorancia de Euler, hacia otra colina en la que dibujar senderos. Estirado y olvidado, noto que la vida me pasa rozando y que no soy capaz de cogerla porque sigo soñando despierto y durmiendo en mis sueños de letras.

Quizá debería pedirle a este sueño que deje, por fin, que me duerma… O que te despierte a ti con esta canción.

Imprudencia

No tendrías saber que te agradezco todas las noches en vela por las que transito recordando tus ojos aquellos que me hablaban a gritos. Que repaso minuciosamente los gestos y las caricias que nos infligimos con una ternura impropia de la locura. Que me escuecen las huellas que me dejaste en la piel y me las froto siempre con mucho cuidado para no cambiar sus marcas de sitio ni arañar la miel que las envuelve.

No sería conveniente que supieras todos los sueños que me sugiere la brisa de tu pelo meciéndose en mis manos. Aquellas luces medio dormidas, ahora me iluminan las historias que tú sabes que me invento, aliñando mi locura con los deseos tiernos y salvajes que me fabricas.

No sería prudente dejar que vieras el equipaje de instantes que atrapaste para mí en el camino. Estas en ellos, desenvuelta, enmarañada en ese algo que tienes que me hace saltar todas las alarmas, todos los verbos, todas las miradas.

No parecería sensato dejar que supieras lo especial que eres y que seguirás siendo por mucho que te alejes. Ni sería razonable permitir que notaras la fuerza con la que te echo de menos, especialmente en las madrugadas largas de espera y blandas de sueño.

Ya sé que no debería decirte todo esto y, menos aún, dejártelo escrito. Y tú también sabes, ahora ya es tarde, que no deberías haberlo leído.

Recital

Cantabas, en la algarabía del mediodía, palabras ajenas, serenas, contenidas. Un murmullo de viento me apartó a la lejanía justo en el momento en que las hacías tuyas, mías. Hervía el sol bajo la sombra, taladrando el aire, y la música empañaba los nervios debutantes ante tanta gente conocida. El recital duró tan sólo un instante, pero un instante de los que duran toda la vida.

Se me fueron las palabras huyendo de la aventura que anunciaba tu ternura. Mi boca muda volvió del concierto y no encontró pretexto ni excusa para pedirte más música, más afecto, más voz. Hay contextos que no ayudan en el viaje por los caminos del corazón y no supe despejar la duda razonable del por qué tú y por qué yo, antes de tu partida.

Por si el mar de las noches tristes te ahoga la espuma de los días, no quiero que olvides nunca que puedes volver aquí todavía. El recuerdo es un aleteo de seda con el que la vida envuelve el corazón. Viste con él tu sonrisa, descúbrete dentro de estas letras y empuja con fuerza en el centro del viento la brisa sencilla de aquella canción.

No temas, puedes cantar y contar conmigo. Te tengo sitio reservado a mi lado en mitad de este renglón.

Horóscopo

Dice el horóscopo que hoy tienen previsto los planetas hacerme una huelga de suerte. Que no terminan de encontrar el sitio para alinearse con mi vida y que prefieren iluminar otros caminos. Por si fuera poco, uno se ha ido de la casa del Sol dando un portazo, otro se olvidó las llaves con que abrir la de la Luna y los demás discuten por cuestiones de protocolo en el Ascendente.

Los posos del té verde que me tomé esta mañana no tienen buena pinta. Se han quedado mustios y roñosos emborronando el futuro de la porcelana. Tal vez puse poco azúcar o la tetera, que estaba medio dormida, pitó desafinando el agua.

Las cartas dicen que malo, malo. El Loco se ha escapado en El Carro y le ha tenido que cambiar La Rueda de la Fortuna por una de repuesto. El Mundo, que se me estaba quedando pequeño, ha salido boca bajo de la baraja haciendo tropezar a los otros Arcanos Mayores que, como era de esperar, ya no están para muchos trotes.

En las palmas de mis manos se están oscureciendo las líneas y, por más que me las lavo, la cosa no se aclara nada y todo va cada vez peor. Las runas se me perdieron al echarlas en la mesa, justo cuando las gemas me anunciaban un paisaje desolador.

Entonces, cuando maldecía mi mala suerte aporreando la pared, entraste en el salón con tu sonrisa de media luna. Alineaste los planetas con tu mirada desnuda, enderezaste con tus manos mi línea de la vida, recogiste las runas del suelo con un soplo de deseo. Con tus besos me arreglaste la Rueda de la Fortuna y no me dejaste ninguna duda de que hoy, precisamente hoy… hoy puede ser un gran día.

Y mañana también.

Síndrome

Llevo varios días sintiéndome raro. Duermo de día y paso las noches despierto, casi siempre fuera de casa y ocupado en asuntos tiernos. Noto también un aleteo de mariposas en el estómago, una tirantez extraña en las comisuras de los labios y se me descontrolan las caderas al oír el chumba-chumba que algunos coches llevan puesto a todo trapo.

Cuando las cosas no me salen como esperaba, me da por reír. Me llaman los amigos para salir de casa y, en lugar de negarme educadamente con alguna excusa como hago siempre, acepto encantado y a la primera. No me enfado cuando suena el teléfono en mitad del sueño ni me importa que me toquen a la puerta para venderme algo. Muy, muy preocupante.

Más aún cuando la doctora del seguro —ni siquiera tuve que esperar mi turno, porque no había nadie en la sala de espera— puso mala cara tras auscultarme y, con gesto grave, me dijo que no entendía cómo el corazón podía latirme a ritmo de samba. Cuando me hizo sacar la lengua, en lugar de un «a» sostenido, me salió sin querer un «lalalá» y se partió el palito que me había metido para sujetar la lengua.

Me ha asustado mucho su diagnóstico circunspecto de «síndrome de la felicidad». Ha dicho que es una enfermedad rarísima y que, si no se corta radicalmente, puede dejarme secuelas terribles de embobamiento y brillo en los ojos. Afortunadamente, las crisis más fuertes suelen ser muy cortas y existe un tratamiento muy efectivo que me ha recetado.

Tengo que madrugar, meterme cada día en un atasco de la autovía y dejar el coche en el centro de la ciudad, aparcado en doble fila. Seguir parado cuando el semáforo cambie a verde hasta que no me piten los coches que haya detrás y hacer gestos soeces a quienes no me cedan el paso. Nada de sexo, ni de alcohol, ni de rock&roll. Y terminantemente prohibido el chocolate, las tiras de Mafalda y las películas de Woody Allen.

Además, tengo que tomarme un telediario en cada comida, empezar el periódico por las páginas de sucesos, creerme la propaganda que me llega al buzón y planchar, en lugar de echarme la siesta, mientras veo un culebrón. Y antes de dormir, ponerme a leer un capítulo entero de las memorias de Sara Montiel. Como último recurso, si los síntomas no mejoran, tengo que contratar a unos albañiles para que me hagan una obra.

Según la doctora es muy contagioso, pero sólo por contacto directo. Así que nada de abrazos, ni besos y ni risas con las personas que conozco. Tengo que llamar a mis amigos para advertirles del peligro y permanecer en cuarentena de cariño. Y de paso, averiguar si es que alguno o alguna me lo ha pegado con su sonrisilla de estar viviendo en una nube. ¡Eso no se le hace a un amigo!

Sin embargo, parece ser que no hay problema en seguir pasando por el blog, pero me ha recomendado que, por precaución, durante una temporada me abstenga de leer ni escribir cualquier tipo de final feliz. No sé si seré capaz. Además, ¿qué enfermo hace todo lo que le dice su médico?

Está sonando en la radio una canción y se me empieza a mover todo el cuerpo, debe ser otro ataque. Creo que me voy a seguir el tratamiento, pero la dejo aquí puesta por curiosidad de saber si en todos produce el mismo efecto. Si hay alguien predispuesto, que no se le ocurra escucharla y mucho menos tararear el estribillo. No admito quejas, que el que avisa no es traidor y bastante tengo yo con lo mío.

Lost in traslation

Cuando el notario, impasible, estampó en el papel su firma, las promesas estallaron de risa. Guardó en el cajón su pluma impávida, que jamás ha derramado ni una sola lágrima de tinta, y desterró el escrito de la cima imperturbable de la montaña de asuntos que tenía delante.

Cuando la jueza tomó el mazo inconmovible y aniquiló la sentencia con un golpe seco sobre la mesa, las promesas reventaron de vergüenza. El ruido terrible se alojó en las miradas vacías que cruzaron su enfado en los pasillos anchos y descarnados de la salida.

El documento insensible portaba pesadamente su lenguaje inexpresivo, su colección de heridas legales. Cuando el maletín, hierático, se lo tragó con un movimiento mecánico, las promesas explotaron de asco. Hubo niños que preguntaron con su extraño idioma del corazón. Impensables, imposibles, atropellamos las respuestas y desaparecimos de aquel sitio perdidos en la traducción.

Ahora trepida incertidumbre la mesilla, tiembla en mi mano el silencio, vibra palabras el papel. Borbotea lágrimas el grafito, tirita el sobre un doblez, palpita saliva el sello. Veo hervir el buzón entero por la boca de su estrechez.

Para cuando el cartero, impertérrito, te entregue envuelto lo escrito, las promesas de cielo habrán dejado de tener sentido. Nunca tuvieron otro que el que les dimos tú y yo. Y así seguimos, indiferentes, completamente perdidos en la traducción.

Maldición

Cuando veo aparecer tu cara redonda y acecha la oscuridad tras los cristales de la ventana, noto los primeros síntomas. Me revuelve una ansiedad especial repiqueteando en el estómago, se me estiran las ojeras y me suben a flor de piel todas las caricias que guardo, esperando, en riguroso turno, para irse derramando poco a poco.

Me brillan los ojos venciendo a la miopía, desdeñando las gafas como parapeto y adelantándole terreno a la media luz con una estrategia infalible de pupilas en avanzadilla. Las uñas, inesperadamente, dejan de morderme los dientes y se esconden en los dedos apenas montando guardia sobre las yemas deseosas del cuerpo a cuerpo que las desata.

Se aguzan mis sentidos para que el instinto adelante sus fronteras, se abre hueco en la palma de mis brazos. Siento mis latidos desbocados a la espera de tus labios rojos y sé que la transformación está completa. Al besarme, inquieta, la luna de tu sonrisa, me convierto de nuevo en el hombre bobo, embobado, que bebe, embelesado, en todas tus fuentes de licantropía.

Asombrado, recorro veredas suaves que tiemblan, subo colinas que palpitan, bajo hacia senderos que descorren el velo indescifrable de la vida. Posesivo y absorto, aumenta mi sed en cada sorbo de piel que se agita. No hay nada en este mundo que se pueda parecer al grito de dos susurros que están latiendo en sincronía.

Un silencio de sudor arranca de nuevo el reloj detenido. Comienza el rito de mi maldición, siempre a la misma hora en que decides seguir tu camino. Un vuelo, una excusa, un beso y, aún medio desnuda, escapa tu prisa y te pierdo. Entonces comienza la verdadera maldición de un hombre bobo, que no es asunto de pelo ni de dientes, sino, sencillamente, que se queda solo.

Por eso, todas las noches y cada una, este hombre bobo, se echa en el hombro de la luna y te llama, aullándole letras a la madrugada.

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