Cuando el notario, impasible, estampó en el papel su firma, las promesas estallaron de risa. Guardó en el cajón su pluma impávida, que jamás ha derramado ni una sola lágrima de tinta, y desterró el escrito de la cima imperturbable de la montaña de asuntos que tenía delante.

Cuando la jueza tomó el mazo inconmovible y aniquiló la sentencia con un golpe seco sobre la mesa, las promesas reventaron de vergüenza. El ruido terrible se alojó en las miradas vacías que cruzaron su enfado en los pasillos anchos y descarnados de la salida.

El documento insensible portaba pesadamente su lenguaje inexpresivo, su colección de heridas legales. Cuando el maletín, hierático, se lo tragó con un movimiento mecánico, las promesas explotaron de asco. Hubo niños que preguntaron con su extraño idioma del corazón. Impensables, imposibles, atropellamos las respuestas y desaparecimos de aquel sitio perdidos en la traducción.

Ahora trepida incertidumbre la mesilla, tiembla en mi mano el silencio, vibra palabras el papel. Borbotea lágrimas el grafito, tirita el sobre un doblez, palpita saliva el sello. Veo hervir el buzón entero por la boca de su estrechez.

Para cuando el cartero, impertérrito, te entregue envuelto lo escrito, las promesas de cielo habrán dejado de tener sentido. Nunca tuvieron otro que el que les dimos tú y yo. Y así seguimos, indiferentes, completamente perdidos en la traducción.