Una colección de instantes

Preludio (Página 7 de 18)

Ícaro

A la hora previsible de los fantasmas, cuando el mundo se concentra bajo el sombrero de una bombilla encendida, empieza este asunto curioso de enhebrar sintagmas y emborronar trabajosamente las rimas.

Cuando ya sólo me queda por hacer lo importante, lo que dejé para mañana aparcado en doble fila, cuando encuentro acomodo en la noche solitaria sin tener que sacar número ni pedir cita, despliego las letras aladas y le abro la puerta, sigilosamente, a las palabras.

Me dilato en ellas, me amplío, me lanzo al vacío de cabeza y me voy haciendo más grande, más ancho, más eximio. Excelso y conspicuo, me elevan al infinito los zancos de palabras que me voy calzando por el camino.

Consigo ser enorme, inmenso, importante, cuando voy bajando por la escalera de los renglones. Me convierto en un inusitado gigante, que lanza las redes de la melancolía para capturar los instantes y que queden atrapados en el azúcar que rezuman.

Y crezco, aumento, me extiendo. Progreso con botas de siete leguas y sobrevuelo el mismo laberinto que voy construyendo. Añado textos, reviso frases y trepo a dos tecleas por la judía mágica hasta tocar el cielo, sin miedo, porque es el único sitio en el que no siento vértigo.

Pero el sol siempre derrite todas las alas que se fabrican con plumas ajenas, Ícaro se despierta dolorido y desangelado y, por la mañana, cuando leo despacito lo que escribí la noche antes, vuelvo a ceñirme a mi papel habitual de increíble hombre menguante. Tan chiquitito, tan anodino, tan insignificante.

Forastero

Apenas tengo recuerdos de Granada. Debe ser porque sigo viviendo en ella y tan sólo la ausencia de las cosas enciende el fulgor insólito de la memoria. La transito indolente, olvidado de la tierra que piso y de quienes la anduvieron antes conmigo.

La miro a todas horas sin verla, porque la llevo en el blanco de los ojos cuando los cierro. Sólo los forasteros de ojos vírgenes saben echarme en cara el error terrible de no buscar lo que se tiene alrededor y no se capta más que desde lo simple.

Apenas tengo recuerdos de mi casa. La palpo todos los días con la misma ansia de refugio que me secuestra en sus paredes sonámbulas. Me rozan en sus estancias todas las horas de la vida y llevo grabados, en un pliegue de las pestañas, los ruidos imposibles de su espíritu estático.

De vez en cuando, vienen extraños de ojos lejanos, que son los únicos que me pueden apuntar en las pupilas que está torcido aquel cuadro, que esa baldosa no es tan solitaria y que ha envejecido el sofá más que la moneda que se cayó dentro, como en un bolsillo imaginario.

Apenas tengo recuerdos de mi infancia. Debe ser porque aún vivo en ella y no han tenido tiempo de secarse las fosforescencias de su tiempo pasado y traspasado de inocencia. O porque la tengo a mano, cuando la extiendo al vacío, en un gesto cotidiano de mirar lo imposible y perderme en lo vano.

Algunas veces, voces que antes lo fueron de niños huecos de ojos claros, me avisan a destiempo de su efecto contrario, del dolor de la vida dormida tanto tiempo esperando y de que, las lágrimas, ya no me dan saltos ni cuando aterrizo de golpe en el suelo, tropezando.

Pero de ti, corazón, de ti, todo lo que tengo son recuerdos. Debe ser porque ya no te tengo, porque me lates sin ruido, sin alma, sin deseo. ¡Quién supiera buscarte, a mi lado, y salir a tu encuentro con los ojos profundos, interminables y lejanos de un forastero!

Invisibles

Su atuendo era elegante, adecuado. Su silueta, delgada y femenina, sin excesos aparentes. Sin ser atractiva, no dejaba de ser bella, agradable para la vista, allí, detrás de la mesa, en la tarima desde donde desgranaba su presentación.

Su voz, ni monótona ni agresiva, prodigaba una dicción perfecta, con una claridad poco habitual a mis oídos, que envolvía los sonidos en un timbre casi dulce. Ni insolente ni irónica, amable sin afabilidad, cercana, pero manteniendo una distancia prudencial con el resto de la sala.

No caí en la cuenta hasta que no hubo terminado, de que yo sólo la estuve escuchando como música de fondo, de que la miré sin prestar atención, como si ella no hubiera sido más que otro adorno de aquel salón.

Para cuando acabó su discurso, la suerte ya se me había multiplicado por dos. Y los tres emprendimos ese viaje habitual, que siempre es un retorno, hacia el lugar en donde la memoria nos acaba llevando, de risa en risa, para demostrarnos, ante nuestros propios ojos, que ya hace tiempo que somos otros, aunque nos sigamos creyendo los mismos.

Cuánta gente pasa inadvertida, indistinguible. Cuántos se cruzan, anónimos, sin que notemos siquiera el remolino del aire que van dejando. Cuántos viajan, efímeros, por el mismo camino, al lado, tropezando con los hitos incluso, y echándose la rodilla abajo, sin dejar ni tan siquiera un pestañeo como huella de su paso. Invisibles, extraños, como nosotros también lo fuimos, aunque yo ya casi no recuerdo aquel tiempo y me cuesta imaginarlo.

Y sin embargo, ahora, cuando nos vemos, retomamos el pulso en el mismo sitio en que lo dejamos, nos seguimos reconociendo. Posiblemente, más que por lo que vimos los unos en los otros o por lo que vivimos, por lo que echamos en falta cuando no nos vemos y por lo que recordamos haber vivido juntos.

Porque lo que une a las personas, mucho más que las grandes palabras, es lo doméstico, lo cotidiano, la rutina compartida. Las conversaciones sin hilo que acaban en madeja, los gestos de complicidad que nadie más entiende, las palabras espesas que sólo se desatan, tranquilamente, delante de una cerveza.

La noche fue imprevista, fantástica, bella. Con la belleza extraordinaria de no ser sorpresa, sino costumbre. No sé que más decir, que tuvo ángel y humor, que se palpó el espíritu de la ternura, que regresamos al zen. Que nos quedamos con ganas de más y que, seguramente, la echaremos de menos hasta la próxima vez.

Pero, acordarme de nosotros juntos, mirar hacia detrás y hacia delante, me convence de que, en este preciso instante, en alguna parte del mundo, queda alguien, invisible, que ahora no se puede ni imaginar que acabermos siendo amigos.

Desconozco el mecanismo que desplegará el azar, ni la potencia de la chispa que estalle, ni la fórmula de la alquimia desencadenante ni el hilo que nos unirá. Pero ya noto aquí, en el pecho, la misma suavidad, el mismo hueco, la misma inquietud que tengo cuando, de tanto en tanto y por casualidad, nos vemos y me salen de dentro las ganas de abrazar.

Acércate

Acércate a mí esta noche y termina de llenar esta luna que hoy se esconde, como tú, más allá de las nubes. Pero no temas, no voy a retenerte tanto como de costumbre; sólo el tiempo preciso para que vuelvas.

Para que vuelvas te tengo aquí, guardada, en el corazón de las palabras que llevo en la boca, la boca de mi corazón deshecho en metáforas. En metáforas que escribo bajito, con la voz queda, con la tinta acolchada en las teclas que voy pulsando despacio, sin ruido, para sentir cómo te acercas.

Para sentir cómo te acercas, para que arrimes tus ojos al otro lado de estas letras y pueda oler, profundamente, tu presencia invisible por todos los resquicios. Para que comprendas que, el secreto, no está en lo que digo.

El secreto no está en lo que digo, ni en lo que quisiera decir, ni en lo que haga, sino en la sombra de aquellas palabras, que me retumban en el oído cuando te montas en lo que escribo y cabalgas con ellas.

Y cabalgas con ellas por dentro de mis pupilas, tatuadas de tu pelo, y en el ruido del mar, que me afina los tímpanos malheridos de silencio. Como explotas en la sal de tu ausencia, tan cotidiana, que entreabre mis labios enfermos de tu nombre de pila cuando escapas atravesando el espejo, y en la brisa.

En la brisa del recuerdo, que me cierra las manos vacías de tu pecho sobre una mancha de tinta y de deseo, que dura sólo el tiempo preciso para que vuelvas.

Sólo el tiempo preciso para que vuelvas; pero no voy a retenerte tanto como de costumbre, no temas. Termina de llenar esta luna que hoy se esconde, como tú, más allá de las nubes, y acércate a mí esta noche.

Inadvertido

Pues no se me ocurre nada esta noche. Y eso que estaba yo muy dispuesto, aquí, enfrente de la pantalla.

Incluso tenía pensado un tema, cosa que no ocurre siempre, mejor dicho, que no ocurre casi nunca. Pero parece que, como todo, las cosas no son como empiezan, sino, más bien, como acaban.

Yo quería empezar hablando del azar, ya sabes, mi manía. Asombrarme de cómo tanta gente me ve pasar inadvertido por sus vidas. De cómo sus vidas, ahí, tan cerca, tan de repente, se cruzan inadvertidamente con la mía.

Hubiera contado que no hace falta una gran elocuencia, ni un porte esbelto, ni unos ojos hipnóticos para dejarse hacer huella y quedarse enganchado en una sonrisa viajera que pasa por tu lado.

Ni tampoco se necesita un corazón esotérico, ni una mirada lánguida, ni un maquillaje perfecto, para imprimir en otros labios la costumbre ajena del nombre propio como contraseña.

¡Que va! Es mucho más simple. A veces, incluso, basta una camiseta con un texto ingenioso o un tropezón con una piedra, para que la chispa se encienda incombustible. Porque las cosas no son como empiezan.

Y eso es lo más triste. Que lo que cuenta es cómo acaban y, por eso, sólo se encuentran cuando ya han pasado de largo y volvemos atrás la mirada, para notar que no está el agua que tuvimos en las manos y que ya no nos podrá quitar la sed que empezamos a sentir.

Bueno, eso hubiese querido decir. Y más cosas, que me conozco y, cuando pillo el hilo, me dan las tantas. Pero hoy ha sido un día torcido, de esos que ves venir atravesados desde por la mañana, todo me ha salido mal y, aunque lo intentaré un poco más, ya no creo que se me ocurra nada.

Charcos

El agua, hecha cristal, parpadeaba. El mediodía hacía rato que había pasado de largo. Mis pasos apenas inmutaron la candidez de su rostro cuando me volví, un instante después, para verlo otra vez.

Su camino, de tierra clara, estaba salpicado de charcos quietos. Reconocí en ellos las huellas de una tormenta espesa de la que ya sólo quedaban fragmentos.

Quise indagar el rastro, explorar el sendero, para descubrir el motivo que había hecho huir despavorido a aquel aguacero. Me quedé un rato escuchando los sollozos apagados en los que se habían convertido los truenos.

Al meter mis ojos hasta el fondo, al mojar mi vista en su secreto, me vi en ellos perdido, como me siento al ver los tuyos. No fue decepción, pero sí, tal vez, el desentusiasmo lógico de verme reflejado tal y como no quiero saber que soy.

Yo esperaba ver el cielo… el mar… un infinito pequeño. Pero mis ojos no dan para más y no acierto a mirar todo lo adentro que el agua me pide llegar llamando al fuego. Entonces, aturdido pero sereno, no supe por dónde empezar y me quedé quieto.

———Siento haberte hecho esperar tanto tiempo ———dijo tocándome en el hombro y ofreciendo su mejilla para un beso———. Ya sabes… que no hay sitio donde aparcar… ¿Qué has estado haciendo mientras?

———Pues… nada. Miraba a un niñito de ojos azules llorando en brazos de su madre.

———¿Y por qué lo mirabas? ¿Los conocías?

———No, no… de nada. Pero es que él no apartaba la vista de mí, con los ojos encharcados en lágrimas, y cuando se cruzaron nuestras miradas, dejó de llorar y empezó a sonreír.

———¡Vaya! ¡Qué curioso! ¿Y qué más?

———Nada… Nada más… Un presentimiento…

Más tarde, ella se quitó las gafas al entrar en el café y sentamos al lado del ventanal. Cuando me sonrío de cerca, cuando me comieron sus ojos negros abiertos de par en par, entonces, por fin, pude ver, desde ellos, el cielo y el mar y el universo.

Los días azules

La sangre pide calle cuando el sol llama a las ventanas. La brisa sigue aún fresca en el patio y te despierta con dulzura para demostrarte que el mundo sigue, imparable, girando bajo tus pies.

Trinan los pájaros en esta mañana luminosa, silenciándose a mi paso. Salta la vida en el jardín y veo, como testigo molesto, que las lagartijas que estaban al sol, se esconden en la sombra.

Los gatos del vecindario, tumbados a la bartola, aguzan las orejas a mi paso, pero se mantienen inmóviles y tranquilos. Un saltamontes interrumpe su desayuno de fresas cuando me acerco, ajeno a sus menesteres, para ver los brotes nuevos de la hiedra, y prorrumpe en un ejercicio desgarbado de salta-vuela.

Me saludan los cipreses inclinando sus ramas, el celindo se atusa las flores cuando paso por debajo. Adoro el porte del limonero, que responde a mis lisonjas con su amarillo fuerte, y no puedo evitar acariciar sus ramas nuevas como quien revuelve pelo.

Más allá de la verja está la vida, esperándome a que salga, con su cara más sonriente pero con los dados en su mano caprichosa, con la inquietud de la mariposa, mientras decide si agita o no las alas.

Ya sé que las cosas no son como empiezan, sino cómo acaban. Pero, en el fondo, como un designio ancestral, no puedo evitar tener la sensación de que los días azules y cálidos ahuyentan las desgracias.

Salgo alegre a su encuentro, para ver todo lo que me está esperando a la vuelta de la esquina. Ignorando el miedo de saber que, más feroces son sus zarpazos, cuanto más bella es la vida.

Feria

Conforme el trayecto se agota y me acerca al gentío, voy sintiéndome más solo, más incómodo. Percibo algo sórdido en la mezcla de olores que desprende la multitud y que se adivina tras el juego de pasos ligeros que me adelantan poseídos por la prisa de llegar al recinto.

Todo es polvo, ruido, desasosiego. Emprendo el sendero que me lleva al interior atravesando el pardo fulgor del albero. La arena amarilla siempre me pareció la de una playa que atardece, en la que la marea de la gente, con sus huellas, va borrando las olas que no saben si van o vienen.

Los caballos resoplan su agobio cuando pasan a mi lado, dóciles, esclavos. Miro a sus lomos y no distingo al jinete del centauro, como miro alrededor y confundo a los faunos con los duendes, los lunares con el vestido y las luces con el cielo.

Ensordecido y atolondrado, voy nadando contracorriente a fuerza de topetazos, mirando atrás, en mi huida, para ver si me siguen quienes quisiera tener a mi lado. En la feria, pues, como en la vida misma. Y cuando los diviso, en su mundo de ojos abiertos como platos, respiro un momento y me dejo envolver en el olor rosa del algodón.

Hay que cortar el ruido con un cuchillo para abrirle paso a la palabra, que acaba desistiendo del empeño en un gesto afirmativo. No hay más remedio que gritar en el oído, camuflando la voz entre la multitud indiferente, disfrazándome de península rodeado de gente por todos lados, excepto por la vertiente aterida del corazón.

Y cuando esa voz del corazón me medio grita señalando la noria, despierto de mi peor pesadilla y afirmo con un ademán de los ojos. Entonces se iluminan los suyos, tan azules, tan chiquitos, mientras todo su cuerpo se emociona en un gesto.

Me saluda a cada vuelta, en cada giro del mundo busca el punto en el que yo me quedo y agita la mano brevemente, con su sonrisa encendida. En esos momentos, dejo de pensar, se acorcha el ruido y se termina la pesadilla.

Porque me muestra cuál es mi sitio en ésta y en todas las vidas, y porque recuerdo, aunque no me gusta, a qué he subido esta noche inmensa a la voracidad hecha muchedumbre que todos llaman feria y que, a mí, tanto me asusta.

Gris

Los días se visten de cielo, con claroscuros diferentes que se suceden sin orden, sin concierto, sin mirar al calendario.

Yo me disfrazo de día, con ánimos desiguales que se suceden sin aviso, sin preludio, sin transición.

Las letras me usurpan el puesto, mostrándome con estilo discordante, sin previsión, sin raciocinio, sin pedirme un permiso que no sabría cómo dar.

Según el color de las letras, así se me acaba tiñendo el cielo, sin preparación, sin liturgia, sin control.

Es posible que algún día acierte a ser yo en el intento. Espero impaciente ver el color de ese cielo, el ánimo de ese hoy y el color de ese texto.

Entretanto, juego, sigo jugando, enredado en este corro vicioso y sin fin, juego infinitas veces a que al final soy otro, mientras me escondo de mí.

Mi voz

Mi voz es un caudal, un tránsito indivisible, que empuja el soplo vital que llevan las palabras imposibles lanzadas hacia su muerte.

Mi voz es un torrente de viento húmedo, que tira las hojas secas del inconsciente sobre la cuenca del mundo.

Mi voz es un río, a veces mortal cuando viene crecido y, a veces, parece cristal tranquilamente dormido.

Mi voz es catarata de ruido, tormenta de vapor, hálito sobrecogido. Mi voz es un tiempo indefinido, en donde se despiertan dormidos los latidos del corazón.

Tantas cosas es mi voz y, sin embargo, ya ves, apenas parece silencio encendido cuando no se enreda en tu oído, ni te conduce conmigo a emprender al camino de la imaginación.

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