Una colección de instantes

Preludio (Página 6 de 18)

La salud de las mariposas

La noche, según tú, estaba fresca, aunque para mí no; pero ya estoy acostumbrado a que nosotros dos somos cuatro: tú, yo, el frío y el calor. Si bien es cierto que, en las afueras, en la terraza de aquel bar, el relente que deja escapar la vega sobre las noches de verano es un arma de doble filo, que no muestra su verdadero poder hasta que ya te has ido.

En la punta de la lengua llevábamos agazapado el asunto, esperando la hora de los vasos largos y las confidencias. Impaciente, no supe cómo encontrar el momento, hasta que tú, con tranquilidad, me lo pusiste en la boca:

———¿Es que no me vas a preguntar?

Estaba deseando que me contaras pero, ya sabes lo raro que puedo llegar a ser, estaba en mitad de un ataque de pudor. Encuentro, a veces, entre nosotros, una extraña barrera de lealtad, y, en esos momentos, me cuesta encontrar la manera de bajar del pedestal en el que me subes.

Repasabas, nerviosamente, los anillos de tus manos mientras me ibas contando, con calma, todo lo que había pasado. Y si algo no me contaste, ya lo imaginé en tu sonrisilla de haber tocado el cielo y no saberse bajar de la nube.

Entonces, remataste el discurso con aquella mención a las mariposas que me dejó un poco preocupado. Porque, fíjate ahora por dónde salgo, yo no creo en la felicidad.

No creo en la felicidad, pero sí en el impulso que nos dan las alas de las mariposas cuando juegan a volar en la boca del estómago y forman un remolino que te deja sin aliento y una oquedad inexplicable en el pecho.

La otra tarde, en casa, mientras estábamos en la cocina, recordé aquella noche de verano y su conversación deshilvanada en la memoria. Más tarde, en el salón, al ver cómo trasteabas los anillos, hubiera querido preguntarte por la salud de las mariposas, pero no supe cómo. Como tampoco supe, torpe que es uno, dónde echar el agua para que se hiciera el café.

Es que, a veces, encuentro entre nosotros, una barrera invisible de lealtad. Pero, dime, ahora, aunque no estemos solos… ¿han echado a volar?

Vencidos

Seguramente, de las derrotas, ya está todo dicho. En las canciones, en la poesía y en la prosa, en la persistencia de la memoria y en el azar. No queda entonces mucho que decir que, realmente, no esté de más.

Aún así, contar alivia —mucho más que leer— y por eso también están llenas las bitácoras, claro, con lo bueno y con lo malo de aquello que se fue. En ellas, vamos escribiendo los pasos del vía crucis y dibujando las sombras de lo que el viento se llevó mientras, a ratos, nos escurre el azúcar entre las manos y, a ratos, soltamos espuma por la boca.

Eso es ahora lo que toca, poner distancia y olvido, sentirse perdedores y vencidos, abandonarse a la melancolía, perderse… y de perdidos, al río. Al río de la tinta electrónica que, a fuerza de teclas y de ratones, va ablandando la ausencia de quienes aún habitan nuestros corazones.

Esperando que el tiempo pase, pasan letras, pasa la vida y cada esquina trae nuevos azares que nos ponen en manos de la ingrata y bendita infidelidad de la memoria.

Pues en el fondo, a pesar de lo negra que es esta hora, hay que creer que, tarde o temprano, pero pronto, llegará otro empate para aliviar la derrota. Que de este juego tan excitante del tú y yo, nunca nadie salió ileso, ni por la puerta grande de la victoria.

Pero, mientras llega ese empate, me echo para adelante y te hago un sitio. Sube a lomos de Rocinante y canta conmigo, aunque sólo sea un instante.

Fahrenheit 451

El viejo seguiría en el mar y Robinsón Crusoe no habría zarpado. El último mohicano, digo yo que habría podido adelantar algún puesto; John Smith no sabría de mapas extraños y el Aleph aún sería, únicamente, la letra de un alfabeto.

Los cinco podrían haber sido cuatro y terminar emparejados, Harry Potter podría disfrutar de un instituto muggle con la cara llena de granos. Laputa sería el nombre de un garito de alterne, Zaratustra una marca de embutido y el Buscón hubiera podido, por fin, encontrar lo buscado.

Mafalda y Peter Pan estaría ahora más creciditos. Los tres cerditos, tal vez, habrían acabado en un estofado o serían los cocineros de algún restaurante vegetariano. Cenicienta sería libre para comprar electrodomésticos, Bella Durmiente tomaría pastillas para dormir al oír el jolgorio que se traen los enanos y Bestia, profundo y reflexivo, quizás quisiera plantearse seriamente salir del armario.

La Nana de la Cebolla se estaría pochando en una sartén. Penélope no habría tenido que tejer y estaría en el andén esperando que la cantara el Nano. Ariadna sería una chica bien y el Minotauro tendría un chalet en las afueras de palacio.

A Don Quijote no le habría sorbido el seso nadie y viviría felizmente su vida anodina hasta morirse de viejo. Hamlet y Otelo no tendrían ni dudas ni celos. Y, por supuesto, la Historia Interminable, ni siquiera habría empezado.

Ni yo tendría, como tengo, la cabeza llena de pájaros, los ojos manchados de tinta y un corazón escuálido, que deja que se le derramen versos tontos por las comisuras de los labios.

Nombre

Lo inolvidable no tiene fecha ni hora. Es, más bien, una sensación conocida y perturbadora que te devuelve, de repente y sin aviso, el detalle minucioso y exacto de lo vivido.

Por eso es que aún siento, entre mis dientes, el nudo de aquel collar; tu pulso acelerado que me late por dentro, el aroma dulce de tu cuerpo que se enreda en todas las brisas y tu voz, entrecortada, que me parte en dos la respiración contenida.

Noto tu pelo enredado en mis manos y tus ojos cálidos ardiendo en los míos con esa luz mágica, la que le da a la vida el color de los sueños, que vuelve a salir de ti cuando los cierro.

Lo inolvidable no tiene hora, ni día, porque no sucede ni caduca. Deja de ser recuerdo, ni olvido, ni sueño, ni sombra de duda, para formar parte de la verdad desnuda e indivisible de uno mismo. Y ya nada consiste en acertar con las fechas, que es un asunto anodino y vulgar, reservado a lo despiadado de las agendas.

Porque, desde aquel instante, cuando tus labios enjutos, tan cerca de mí, se abrieron para susurrarme al oído que te abrazara, abril se me hizo un libro infinito. Es tu nombre, el que está escrito en todas sus páginas.

Pétalos

Ha amanecido alfombrada de pétalos del celindo la escalera del patio. Los he visto temprano, al bajar, con las luces del día apenas asomadas a la sombra de las casas.

Cuando me puse a recogerlos, me quedé un rato absorto en el viento que los arrancó, en el dibujo que hizo con ellos el azar y en la melancolía que hay en las ramas que tuvieron que perderlos y ahora quisieran volverlos a encontrar.

Muchas veces me han hecho preguntas sobre el laberinto. Que si para qué escribo, que si para quién, que si digo la verdad o es que me la invento…

No me sorprenden quienes me interrogan, porque todas esas cosas ya me las había preguntado yo primero. Aunque, en ciertos momentos, es inevitable que me resulte cansino responder siempre a lo mismo, en el fondo, me gusta que me den ocasión de explicarme y explayarme a la vez.

Lo que sí que me resulta especialmente difícil, es decir a los conocidos que escribo. Me da tanto pudor que, de hecho, son pocos los íntimos que saben del laberinto, y de entre ellos, menos aún los que se pierden en él. Quizá, quizá, calculando por exceso… ninguno.

A ella me costó menos apuro decírselo, porque es nueva en la costumbre de conocerme y porque me pareció persona prudente y comedida. Se lo dije simplemente, sin más, como el que mira para otro lado esperando impaciente que le vuelvan a preguntar.

Pero ella, sin más, simplemente, con esa inocencia que da la virtud de no dejarse arrastrar por lo evidente, me clavó hasta el fondo su curiosidad:

———¿Y qué escribes?

No le supe responder. Me sorprendió de forma sutil pero rotunda, más que la duda, el que yo no la hubiera tenido primero. Ni siquiera yo mismo recuerdo haberme hecho esa pregunta. Un poco contrariado, le contesté, sin más, simplemente: «No lo sé».

Probablemente no vuelva a asomarse a la ventana, así es el azar, y, aunque volviera, la aguja de la conversación no se enhebrará otra vez con el mismo hilo. Aunque me gustaría, por lo menos, hacerle saber cuánto me ha servido su pregunta.

Por eso, por si acaso el azar es caprichoso, desde aquí le hago saber que le estoy muy agradecido. Porque ahora ya sé, por si alguien, o yo mismo, volviera a preguntar la misma duda, lo que voy a contestar.

Que pétalos son lo que escribo. Simplemente, sin más.

Resistencia

Prefiero que no haya prisa para las despedidas, pero, cuando llegue el momento, que sean cortas. Que no dé tiempo apenas a hacer cábalas sobre las ausencias que se avecinan esperando en la sombra.

Cauterizar la herida duele menos que dejarla abierta toda la vida. Los malos caminos hay que andarlos aprisa y, despedirse, es en el que más hay que correr. Cortarse las alas es mejor que llevarlas encima y no poder abrirlas después.

El desapego progresivo, al final, resulta más doloroso que un adiós emocionado y corto. Para el olvido existe cura, pero para la duda, no. Cortar los hilos de un tajo puede resultar muy duro, pero si no, siempre acaban quedando nudos para los dos, que se enredan en los nuevos hilos que se irán formando.

Pero además digo, porque soy contradictorio y absurdo, que también me gustan las despedidas largas, los abrazos profundos y sentir el paso de los segundos mientras veo como se marcha.

Y me gusta esa forma de irse yendo poco a poco, con parsimonia, de dar el primer paso y retrocederlo para añadir otra palabra que sobraba, de decir hasta luego y desdecirse ahora mismo con otro par de frases sueltas que no llevan a ningún sitio, de respirar hondo para decir lo mismo que se hubiera dicho sin respirar…

Ese modo de poner un punto, que nunca se sabe si será seguido o final, me hace arrugarme sobre mí mismo para sentirme intensa y estúpidamente humano.

Humanamente estúpido, contradictorio y absurdo, porque las despedidas que se alargan me dan tiempo a recordar que sólo se quiere a quien se ha perdido, que nos acabarán olvidando quienes nos despiden y que, cuando por fin nos decidimos a tomar la palabra, ya es tarde.

Lo verdaderamente terrible, es que el corazón se acostumbra a olvidar, aunque yo me resisto. Y, para que no sepas si prefiero las despedidas cortas o largas, antes de que sea tarde, lo que quiero es decirte que no te vayas.

Distinto

Hace ya un tiempo que me noto distinto de cómo era antes. Pero no físicamente, aunque no pueden negar mi cuerpo las huellas del tiempo que me ha ido atropellando desde que nací.

Ese es el cambio natural y constante que todos disfrutamos y sufrimos por el simple hecho de seguir vivos. Y no me preocupa en exceso ni la falta de pelo en la frente, cada vez más despejada, ni las arrugas que, insistentemente, pugnan por convertirse en marcas registradas.

Ni siquiera me asustan las manchas que surgen y redibujan el mapa de la piel que muestro en primavera. Tampoco me molestan demasiado las pequeñas averías que producen el desgaste de rozarse con el mundo, ni la miopía que avanza enturbiando mis gafas de lejos. Ni que me falte la energía para hacer todas las cosas que antes hacía y que ahora ya no puedo.

Pero no, no es eso. Estoy hablando de un proceso más sutil y más intenso. De cómo he perdido el olfato y el gusto. De que el mundo se me está haciendo, poco a poco, más rectangular y menos redondo; menos rugoso y más plano.

Estoy, lo presiento, en mitad de una metamorfosis aguda que no sé si es posible, irreversible o nula. O si es un sueño, o un viaje astral, o la sombra de una duda.

Me siento volátil, parpadeante en mitad de una burbuja, abriendo la boca para no decir palabra, encontrando excusas para que los demás me señalen con el puntero. Alimentándome a base de comentarios, teniendo tema o skin en lugar de pelo, custodiado por apaches en un rincón de la base de datos. Me noto crecer los dominios, los enlaces mutan a otro color. ¡Caramba!, me han injertado un contador en mitad de la cara y en lugar de nariz y ojos, me salen tres uves dobles en las fotos.

Creo que el cambio ha sido completo. Desde hace un tiempo, para el resto del mundo, yo ya sólo soy una url. Aunque aún espero que tú, si no es demasiada molestia, seas capaz de romper el hechizo y devolverme a mi estado natural, el de búho con princesa.

Hormigas

Es el tiempo de las hormigas, de su apariencia indistinguible, de su mando férreo y su avance imparable. De sus filas, ordenadamente aleatorias, de su ambición insaciable y su obediencia ciega.

Hay, en mitad del parterre central que bordea la escalera hacia el patio, una jardinera pequeña, rectangular, anónima, que alberga un puñado de plantas de fresa. Por casualidad, caprichos de la prisa, la tierra de su interior no tiene la superficie llana, como la de las otras macetas, sino que aparecen varios montículos baldíos, una mini cordillera, de entre los cuales surgen los tallos.

Cuando quise darme cuenta, cuando perdí la vista en su falta de protagonismo, estaba tomada por las hormigas. Subían hileras por los cuatro costados y, en las hojas verdes, campaban las soldado sin miramientos. Acosada en una esquina, una babosa pequeñita dejaba de estar inmóvil, meditando, para intentar escapar por el barro cocido de la horda negra que se le venía encima.

Las plantas vecinas no dieron aviso o, si lo dieron, lo hicieron con la voz bajita de miedo. Los frutales altos, los cipreses y el laurel, ni siquiera fruncieron el ceño cuando la jardinera, acribillada por las hormigas, pidió socorro.

Ni tan siquiera el laurel, tan predispuesto él, hizo un gesto, ni movió una hoja, como cuando aquella langosta rebelde se detuvo sobre un renuevo. O como cuando en el celindo empezaron a construir las avispas y el laurel, con un golpe de viento, tiró con una rama medio jardín porque apuntó mal al avispero.

Las fresas y yo dábamos por perdida la jardinera, un imposible que se sueña y que ya sólo habita en el corazón. Y, como todos los sueños lejanos, casi se me había olvidado a fuerza de no nombrarla.

Pero noto ahora un inútil espíritu olímpico, relleno de brindis al sol e impostura barata. Ahora, cuando las hormigas deciden pasear la misma llama que ya otros insectos pasearon, fingen las plantas poner el grito en un cielo del que, posiblemente, nunca lleguen a tener mapa.

Ahora, con los contratos ya firmados, ensayan artificios publicitarios, comienzan la comedia diplomática y revelan la falsedad de sus intenciones. ¡Qué irracionales fueron siempre las hormigas! ¡Y qué hipócritas las plantas!

Yo ya sólo puedo creer en mandalas, dibujarlos con polvo amarillo de azufre en las hojas y musitar este mantra. Exiliar fresas en otras macetas y esperar que un invierno crudo se lleve lejos a la hormiga reina, a todos sus zánganos secuaces y a los de algunos árboles, «amigos» de la jardinera.

Y que las propias hormigas rompan las filas para revolucionar los claveles.

El ruido del mar

Escuché el ruido del mar, sentado, con la mirada perdida, con la cabeza tendida sobre un hombro imaginario. Me tomé cada sonido despacio, como un pastel que, al morderlo, explota con toda su fantasía desde el cielo de otra boca.

Porque llevaban escondida música de abecedarios y melodía de sueños y ritmos del corazón, aquellas palabras tuyas me sonaron a canción en cuanto salieron de tus labios.

Me quemaron la lengua como versos descarnados que abren la misma herida que cierran, como poema convulso que se estremece y me revuelve con un pulso que no cesa. Como un dardo certero que despierta del silencio lo que ya no se quiere desvanecer.

No hay día en que no quisiera seguir contigo en la arena y beber a sorbos de tu sed y leer de nuevo, así de cerca, las líneas de tu mano que acabaron en mi piel.

Porque llevo escrito para siempre el abril de tu pecho encendido en dos claveles, el febrero cálido de tu vientre desnudo y un nudo de aromas que no se deja desatar.

Pero esta noche sé que voy a tener un sueño especial. Un sueño distinto en el que, cuando tu corazón espiral se me acerque al oído, se despierte conmigo el ruido del mar.

Párpados

Ahora que están dormidos todos aquellos que me despiertan los sentidos y me envenenan la sangre de vida, me siento algo somnoliento, un bostezo solitario, un espejismo pequeño de esta noche tranquila.

Cuando sonríen sin medida, cuando florecen a la luz de una tarde amarilla y azul sus espíritus claros, yo mismo sé que me siento un tanto sonrisa, un poco sol y un principio de abrazo enarbolado.

Pero si le negasen sus manos a mi piel, a mi pelo, si cerrasen los oídos a mis palabras—sonda, si apagasen sus iris cóncavos a la llamada de mis pupilas, yo me sentiría, en ese instante, ¡tan ciego! ¡tan sordo! ¡tan inválido!

¿Te parece, entonces, extraño que, cuando lees lo que escribo, sienta yo corazones furtivos palpitándome en los párpados?

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