Una colección de instantes

Preludio (Página 16 de 18)

¿Cuánto durará el agua en el charco?

Los pies ciudadanos apenas distinguen los resaltes del suelo. Los zapatos engullen los matices del terreno y los ojos, que siempre miran a lo lejos, no aciertan a distinguir los huecos invisibles de la tierra que sólo el agua desvela.

Nunca se nos ocurrió imaginar, allá, bajo el sudor del verano, que justo ahí, precisamente, nacería un charco. La lluvia prolongada rellenó de tintines envueltos en agua ese lugar que hasta ahora era un impensable lago minúsculo.

¿Cuánto durará el agua en el charco? Nadie sabe. Puede que dependa de la tierra en la que está sembrado, del calor que haya alrededor, de que el viento sople para secarlo o del tamaño de los pies que chapotean en él.

Puede parecer, entonces, que nada importa el hueco ni el líquido, que todo se evapora antes o después. Pero la tierra seca que antes fue charco mantendrá debajo de la piel otro tacto, otra vida. Aun cuando parezca haberse ido el agua y nadie la pueda ver, su efecto permanecerá soterrado, esperando una salida.

Yo, en este caso, me inclino a pensar que el agua durará para siempre en el charco. Sí, sí, para siempre. Porque los dos son uno sólo, una esencia continente y contenida. De tal modo que, cuando desaparezca la última gota de aquella, en ese preciso instante, éste dejará de serlo, para volverse de nuevo tierra seca engullida por ruedas y zapatos.

Nadie pudo jamás imaginarlo, ni siquiera tú, ni siquiera yo. Hay lluvias finas — ———¡que extraordinaria constancia la del agua!——— que no se entienden hasta que no se está empapado y se siente el ataque de una tos persistente que, abriendo huecos en el pecho, nos impele hacia la incredulidad de que alguien nos haya salpicado.

Hace un momento no estaba ahí, no he oído el tintín silencioso acumulándose dentro, porque no esperaba que ocurriera y andaba mirando para otro lado. Pero la pregunta es la misma… ¿Cuánto durará tu corazón en mis manos?

Yo, en este caso, me inclino a no pensar, a mantener las manos juntas y a empaparme despacio de tu lluvia y de la del azar.

Ni frío ni calor

Como una ráfaga potente que aturde un poco, como un destello breve que embota la cabeza, siento que llega la marea de las palabras. Dormido o despierto, tomando café o conduciendo, no puedo quitármelas de la cabeza. Todo lo que miro, todo lo que hago, las aumenta y las hace más potentes.

Allá donde desvié la mente están ellas, esperando, acechando como lobos para no permitirme ninguna distracción del proceso. Se presentan sin avisar y me sorprenden a cualquier hora.

No puedo retrasar el efecto, una fuerza interior me obliga a pensar con los dedos y a buscar con ansia indefinida un teclado o un papel. La tinta se abre paso con un caudal inconstante, mientras me resuenan en el interior vocablos vacíos que yo mismo relleno.

Jamás distingo si voy hacia delante o hacia atrás. Sólo sé que escribo, de costado a costado, palabras prestadas durante un instante. Alguien me las dicta, alguien que no soy yo. O si lo soy, debo reconocer que no me reconozco.

Llegan como pegotes, sin forma, y me van dejando residuos en las manos. Me manchan de mundo, a mí, que vivo en las nubes…

Lo subo todo, con cuidado para que no resbale, al torno que espera impaciente y blanco —tantas veces amigo, tantas otras adversario—, mientras intento averiguar qué mensaje me traen encriptado y de qué mundo. Descifro lo que puedo, siempre inseguro del resultado, y compongo un poco el cuadro que me sale.

Algunas veces —eso presiento— sé que te devuelvo el mensaje completo, que eras tú la voz que me dictaba en la distancia. Pero otras, no sé… Hay muchas otras veces que no me entiendes, que no te entiendo, que no puedes hacer tuyas mis palabras.

Entonces pasas de puntillas por el texto, ni frío ni calor, pensando en que puede haber otros labios escondidos. O que me afecta el otoño y me estoy volviendo cursi. Y yo me defiendo, a veces, con la máscara del humor y, a veces, trascendiendo un poco sobre un argumento fútil.

Y todo para confesarte —por si aún no te habías dado cuenta a estas alturas—, que no sé escribir como yo desearía, ni como tú quisieras. Que sólo escribo como puedo, como me sale, como yo mismo me dejo; con el único sustento razonable de que tú sí sepas leerme como quiero.

Aunque siempre arrastro esta impresión, impresa y triste, de que nunca he sabido decirte lo que te digo.

Ese tipo que dices

Si es que insistes en ir adivinándolo todo, en acercarte al espejo con el radar encendido, con los ojos detrás de la lupa extendida en busca de indicios.

No dejas de querer mirar adentro, no haces más que toquetearme las rimas y las letras para dejarlas desordenadas y patas arriba, como si, cuando te llevas el ojo, les dejaras pasar el huracán por encima.

Eso te pasa por estrujar las palabras, por hacerles cosquillas para que confiesen todos los secretos que albergan. Por intentar convencerlas, en voz alta, de que prolonguen el eco de lo que piensas.

Mira que te advertí que el peligro de que te escribieras en mis renglones, era que acabarías congeniando con mi semántica. Que me arrancarías la piel de las metáforas a jirones mientras te da por predecir lo impredecible.

Eso te pasa por leerme, por leerme así, con los ojos condescendientes y la imaginación encendida. Por leerme como costumbre y como manía. Pero lo grave no eso, que sólo es un efecto —posiblemente pasajero— no tan increíble de un cierto exceso de palabras fermentadas en el pensamiento.

No. Lo lamentable de tu descuido, lo impactante de tu desliz, no es que me inventes a tu medida como, por otra parte, yo también te invento a ti, como todos nos inventamos, unos a otros, a la más mínima ocasión. Lo peor, es que hay muchas veces, muchas, en las que quisiera parecerme, un poco, a ese tipo que dices que parece que siempre escribiera para ti.

Y añado un deseo de última hora, fugaz e incontrolado, que se me acaba de ocurrir: ¿Querrías, al menos, tú parecerte, un poco, a esa persona que digo que parece que siempre leyera para mí?

Sería fantástico que alguna vez pudiéramos ser tal y como alguien nos ha imaginado.

Autodefensa

Algunas ausencias se convierten en instantes fugaces que corren por la memoria con signo intermitente, abriéndonos de nuevo los ojos de niño que teníamos tan cerrados.

Todas las ausencias son breves, aunque hay veces que las sentimos pasar sin ruido, como un suspiro que se agota en sí mismo, como una respiración que se congela, al reino interminable de lo definitivo.

Es tan sólo un paso para el ausente, una obligación preconcebida que espera una cita nebulosamente anunciada. Una certidumbre que se aproxima mal creída, mal sentida, mal esperada.

Tan sólo un paso, un viaje diminuto hacia la vuelta de la esquina, que empieza con un estertor y acaba sin poder sentir la propia frialdad de las manos. Pero para nosotros es una larga lucha con y contra el olvido, según y sobre la tristeza, hacia y desde la nostalgia, hasta, para y por el camino de rellenar el depósito sin fondo de la vida.

Y, sin embargo, a pesar de su longitud y de su anchura, todas las ausencias son breves. Todas encuentran asiento de ventanilla por donde asomarse, todas siguen ocupando tiempo y espacio en el corazón. En todas tenemos emisario dispuesto a traer noticias y en todas hay sitio donde apostarse para disfrutar de las luces y los olores que descubrimos guardados en un rincón.

De lo enjuto de las ausencias, de lo reseco que uno se queda, el trago peor, aunque lo parece, no es la despedida. Sino la rabia, el golpe, el temblor y la ira de saber que, mañana mismo, sin haber despertado de la pesadilla, tendremos a mano la certeza de que hay muchas otras ausencias a la vista.

Pero… ¿sabes? Todas las ausencias son breves, todas se convierten en instantes que se traga el vértigo de la vida. Por eso ahora —y siempre— lo más importante, lo que no admite espera, es que me levante, que te levantes conmigo, y que sigamos, entre ausencias, defendiendo la alegría.

Presentimiento

Lo he notado enseguida. He reconocido el ruido impactante que hacen los hilos al romperse, la explosión minúscula que sucede después, el vacío apagado que queda detrás.

Un estruendo de caracolas cayendo por las escaleras, una fuga de palabras atropellándose en las tardes de noviembre que no volverán. Un desasosiego profundo de sirenas varadas en tierra, un espacio abierto que no se puede cerrar porque no tiene fondo ni forma ni energía.

Ha sido un presentimiento, un instante de esos en los que todo aparece claro, como cuando los secretos dejan de ser lo que son para transformarse en espuma. Ha sido un temblor de la existencia sacudiendo el nudo que se deshace cuando chocan en el interior de un instante un siempre y un nunca.

Se ha roto la noche en dos, en dos partes desiguales, en dos trozos tan cercanos como distantes, que se unen y se separan en los bordes redondos y sutiles de la luna.

Siempre y nunca son palabras terribles que deshacen en mentira las verdades del corazón. Pero es cierto, puedo jurar que he sentido —como nunca—, que la noche se rompía —para siempre— en dos. Tú y yo.

¡Qué vértigo de brumas, qué espejismo de alfileres, qué tristeza tan absoluta he notado al pensar que, de todo lo que —nunca— fuimos, ni siquiera las palabras —siempre— quedarán!

Ahora que llueve

Andaba esta tarde pensando en hablar de la lluvia, del paisaje que se destiñe en ella, de la acuarela en que se licua la noche sobre los cristales de luces de la ventana.

Andaba buscando el espacio oportuno para colocar las letras en su sitio, aun a sabiendas de que, al leerlas, me las moverías de un lado para otro, agitando su contenido para mirar en el fondo y encontrarles otro sentido.

Para hacerlas tuyas o, tal vez, para devolvérmelas luego envueltas en un solo gesto sobreentendido. Para transformar su semántica en sintaxis, sublimar el contenido y usarlas como nexo entre sintagmas de complementos distintos.

Pensaba muy seriamente, esta tarde, en hablar de la lluvia, del otoño recién caído de hojas, del pésimo estado de ánimo del cielo y de algunas otras cosas cursis y melancólicas.

Aunque me he dado cuenta a tiempo de que, ahora que llueve, ya no tiene sentido hablar de la lluvia, que es mejor verla caer, mojarse con ella y dejar para la memoria el recuento de todo lo llovido y el espejismo de lo que queda por llover.

Así que tendré que inventar otra cosa con la que rellenar este instante, en el que sólo me apetece acurrucarme contra el sofá, sin mirar a ninguna parte, y dejar que se me pasen las letras mientras noto, desde la ventana, con qué extraña mansedumbre aparecen, tan plácidas, estas noches en las que me llueves.

Sin noticias del azar

El frío que avanza sobre el patio va dejando hirsutas las baldosas, que bailan en las luces y las sombras de una tarde desconocida.

He visto entre la hojarasca el tránsito pesado de una tarde solitaria, que se arremolina en este vacío interior que algunas veces confundo conmigo mismo.

Sin presagios, sin señales que seguir, todo hace pensar que ésta es otra travesía sin mar, sin camino, sin otro final que encontrarse siempre en aquel angosto precipicio desde el que no cabe más que mirar a lo lejos o volver la vista atrás.

Sin noticias del azar y con los pies helados, la ternura no puede abrirse paso en este vaivén de aire sin respirar que me mantiene aletargado, ausente, entumecido entre los dobleces de una espiral que no cesa en su giro.

El paisaje sólo empieza a moverse cuando más quieto parezco, cuanto más pienso en lo tácito, en lo envolvente y en el modo tan implícito con el que me dejo llevar por este frío, por estas ganas de tiritar, que no sé si avanzan o retroceden.

No puedo pensar bien cuando tengo los riñones alterados, ni cuando tengo helados los pies. Por eso no encuentro la manera de decir que, este frío, que avanza sobre el patio de una tarde desconocida, parece estar buscándome a mí.

Y, con los dedos fríos, tampoco consigo saber cómo esconderme, ni me atrevo a adivinar en quién.

Urgente

Nos urge tomar medidas del espacio que nos sucede y señalar en nuestro atlas los caminos que recorremos a tientas, los hitos que adivinamos, las ventanas que deseamos que alguien nos deje entreabiertas.

Ni siquiera nos desapresura el consuelo de pasar el dedo por el mapa de lo vivido y encontrar todavía aquellas cosas que cambiaron de sitio por un tacto cargado de deseo, por un roce sutil de miradas, por una palabra pronunciada a tiempo o por ese sí tan hermoso que aún nos da miedo que deje de ser implícito.

Es imposible esperar, porque nos apremia tomar decisiones, calibrar deprisa propuestas imaginarias y activar cuanto antes todos los resortes de un corazón que se aletarga y se enquista en la rutina de latir.

Tenemos que decidir, nos va la vida en ello, en el asedio del presente que se fuga por entre los dedos. Tenemos que decidir a pesar de que sabemos que todos nos inventamos y que nos inventamos todo, especialmente la realidad.

Después estalla el malentendido, cuando los secretos pierden la materia de la que están hechos y se vuelven espuma. Entonces se puede ver que el aprecio es muy buen mal dibujante, que nos pinta tan bien que casi parecemos de verdad.

Pero yo prefiero mil veces que se equivoque el aprecio a que acierte la frialdad. Aunque en este instante es cuando mejor entiendo que, de las decepciones, nunca se sale indemne, ni ileso, ni del todo inocente.

Tan urgente como decidir, tan preciso como perdonarse la decepción, es seguir haciendo pájaros de barro y enseñarlos a volar.

Risa y abominario

Me agobian los profesionales del drama cuando convierten su letanía de sinsabores en un arma arrojadiza que trasplanta nudos. No soporto las escenas con los nervios de punta que ponen tarde el grito en el cielo en lugar de sembrarlo a tiempo en la tierra.

Abomino la languidez perpetua de quienes tienen el don de encontrar siempre alguna razón para no disfrutar de la vida. Me aflora la crueldad en la sonrisa cuando escucho la problemática inacabablemente vacía de los montañosos granos de arena o el glugluglú cansino y leve de los vasos de agua.

Me repelen las plañideras de lágrimas inagotables, los llorantes que no maman ni dejan de mamar, los confesionarios portátiles por entregas con púlpito, sermón y penitencia de usar y tirar.

No puedo con los agoreros, con los que sabían que pasaría esto y no hicieron nada para equivocarse. Ni con los tremendistas de grado cuatro en la escala de Richter, ni con los pazguatos que te cuentan su vida como si hubieran descubierto la yema del huevo.

Tú no estás en esta lista, que no te quepa ninguna duda. Porque sabes hablar sin oprimir, sin echarme peso encima, contándome las cosas para compartirlas y no para traspasarme las tristezas, ni los malos momentos que a veces llegan, ni las melancolías pasajeras. Y porque, incluso entonces, te sabes reír con una risa especial, medio brisa y medio vendaval, dulce y amarga, tan instintivamente tímida como preparada para contagiar.

Pero yo quizá sí. Es posible que yo mismo sea alguno de esos que tengo en este abominario de desavenencias personales. O que sea cada uno en algún momento, o incluso todos a la vez.

Si me reconocieras en un instante así, bueno, si quieres, compadéceme un rato. Pero te pido, por favor, que luego me avises, que invoques este trato y que te rías de mí a todo pulmón, con esa risa tuya especial para contagios.

Como a ella le gustaba

Me pide Juan Ramón que deje la puerta cerrada, para que no se esfume el recuerdo, para que no se salga nada.

Enseguida, no sé qué me pasa, he pensado en entornarla y dejar escapar esta fragancia porosa que el pasado deja en cada rincón. Que entre brisa nueva y que se revuelva este olor a melancolía barata.

¡Qué espíritu baldío el de la contradicción! ¡Qué inútil esfuerzo el de las estatuas! ¡Qué difícil es entrar, salir, y dejarlo todo como estaba!

He decidido volver a cerrarla, como a mí me gusta, como a ella le gustaba. Que su recuerdo encuentre agrado en el perfume de la vieja estancia.

Como a ella le gustaba, con la puerta cerrada, a su agrado de frío y de soledad musitada en este hueco dormido que mantengo vivo como rescoldo sin ascuas.

Al otro lado de la puerta, tan cerrada, me siento mejor. Ya no huelo nada.

Cierra, cierra la puerta,
como a ella le gustaba…
¡Qué se encuentre a su agrado su recuerdo!

(Juan Ramón Jiménez, Eternidades, 1916—17)

« Entradas anteriores Entradas siguientes »

© 2025 Instanteca

Tema por Anders NorenArriba ↑