Una colección de instantes

Despertar (Página 9 de 14)

Tonta manía

No puedo explicar esta tonta manía que tengo de empaquetar en renglones los tirones del azar que me desequilibran. Este esfuerzo de traducir a palabras las cosas innombrables que me desbordan a cada instante, con la voluntad escueta de conocer su más intima esencia. Para adivinar su efecto preciso cuando hago equilibrios sobre las teclas, entre ida y vuelta y voltereta.

Sólo soy criatura fugaz, suspiro mundano, soplo de niebla. Agua que fluye por encima de la tierra. Gota de tiempo que resbala impaciente hacia la gota siguiente.

Soy mi propia inconstancia inherente, que se transforma en ráfaga sutil de viento; salpicando de salitre la playa de los días por la que navego deprisa, sin brújula y sin estrellas, sin barco ni mapa, sin mar y sin tierra, sin bandera ni timón. O tal vez estoy anclado en la orilla de este papel y es el mundo verdadero el que se mueve a mi alrededor.

¡Qué absurda costumbre¡ La de contarle a los demás con palabras agridulces, las cosas que sólo tú sabes. Esperando que todos me escuchen, pero que no sepa entenderme nadie.

El hilo del laberinto

Una noche de plenilunio, cuando estaba todo tranquilo, te asomaste a mi ventana escuchando una sonata para princesa y búho. No sé si porque es caprichoso el azar, o porque sabías que yo quería conocerte, te enredaste de repente en la puerta del laberinto con un hilo invisible y entraste por el hueco imposible que me dejó un sueño imprevisto.

Nos domesticamos, me hiciste parte de tu soledad y pude entender casualidades que sólo el misterio del espejo puede explicar. Aceptaste mi invitación sin ningún titubeo y convertiste el recital de aquellas canciones para recordar —aún puedo escuchar su eco— en un juego de transparencias en el que a veces me echas de menos.

Quisiera contarte que no se cuentan las palabras, que haces que se vaya mi melancolía, que me bañas en el agua de ayer con la sombra de otros días. Que tengo tus abrazos señalados con mimo en mi mapa del tesoro, que necesito más noche para perderme en tu rompecabezas de abalorios. Que me encanta presentir tus pasos pequeños y preparar el espacio para tus regresos.

Hoy, por ser hoy el aniversario de este invento, no voy a decir nada nuevo. Prefiero irme sin ruido y hacer mutis hacia el insomnio, tejiéndome en tu horóscopo con este hilo.

Intruso

El ritmo de la prisa enfurece mochilas y maletines. En el hormiguero de la estación me recibe la soledad geométrica de los pasillos abarrotados de pasos ligeros y febriles, la angustia de la desorientación señalizada, la estridencia de un bullicio repleto de desconocidos.

Intento caminar despacio, pero es imposible resistirse a la corriente humana de vaivenes presurosos. Todo el mundo parece saber hacia dónde se dirige, pero el eco de los pasos rebosa con la inquietud escondida de un desamparo desolador.

Suben y bajan las escaleras mecánicas con su monotonía de dientes afilados, con la parsimonia exasperante de no conducir a ningún sitio. Ni siquiera en ellas se detienen los pasajeros, que nadan en los peldaños con sus aletas de codos y sus silencios de maleficio.

Las pantallas gritan sin ruido su laconismo de mensajes mientras el coro de los carteles telegrafía un canto de sirenas que conduce al extravío. Leo su calculada frialdad en legítima defensa, con la más angustiosa intensidad que he leído nunca, restregándome en ellos las pupilas para que el dolor se encargue de despertar mi cerebro embotado.

La selva de pasajeros avanza por lianas de tubos mientras yo me aferro a las manos de la confusión. Sigo leyendo el prospecto enmarcado, las pintadas en los asientos, el color de las razas. Sigo leyendo la ausencia en las miradas, que edifica a mi alrededor un muro insalvable de incomunicación.

El vagón adelanta al tiempo y el tiempo adelanta a las manecillas del reloj que no llevo, pero que late acelerándose en mi interior. Hasta que la carrera se detiene por un instante y el chirrido metálico de la puerta vomita con un sobresalto de empujones su indigestión de impaciencia contenida.

Sigo leyendo, sigo andando, echo a correr. Un inexplicable frenesí de pasos se instala en mi estómago. La sordera de corcho de los pasillos abarrotados me libera del peso de mi cuerpo y nado con los codos al escalar peldaños, de dos en dos, en las faldas que dan acceso al último rellano.

Reluce el sol cuando salgo de las entrañas de la tierra, respiro aliviado el humo amargo de vehículos que braman pidiendo un verde que no es el mío. Me alejo del laberinto y me sumerjo en arquitecturas desoladas, recorriendo la cuadrícula estrecha que miran los escaparates, intentando eludir las secuelas del viaje.

Pero ya es demasiado tarde para mis pasos, que se aturullan en la libertad secuestrada por el hormigón. Y, entonces, siento cómo la prisa indescifrable del Minotauro de hierro me ha envenenado por dentro hasta el tictac del corazón.

Premios Carabiru

La noticia de mi nominación a los premios Carabiru me ha sorprendido sobremanera. He visto el mensaje que me anunciaba el premio y, rápidamente, he saltado al post en el que se hacía público. Y sí, ahí estaba mi nombre subrayado, en pleno discurso de agradecimiento del ganador.

No me gustan los premios, tengo que reconocerlo, porque siempre son injustos. Nunca están, nunca, todos los que son y, a veces, se cuela alguno que no debería estar. Esto me recuerda que tengo pendiente una reflexión sobre el asunto de las listas y los múltiplos de cinco.

Siempre son injustos porque recortan la realidad y la despojan, precisamente, de los matices que la hacen tan interesante. Siempre son injustos porque es imposible evitar que sean subjetivos, porque los gustos personales acaban prevaleciendo sobre cualquier otro criterio. Siempre son injustos porque tratan de distinguir lo indistinguible, porque intentan simplificar lo esencialmente complejo.

La inmensa mayoría de los cocteleros/as no escribimos para ganar premios. Nuestra recompensa va desde el simple —pero no menos importante—desahogo, hasta las reflexiones más profundas sobre nosotros mismos y sobre el mundo, navegando siempre en la corriente de empatía que se produce al encontrar personas afines en algún sentido, quiénes acaban siendo, en el más pleno significado de la palabra, amigos/as.

Sin embargo, nos gusta recibirlos. Nos halaga, más que el premio en sí, el hecho de que se hayan acordado de nosotros. Y además, generalmente, en términos sonrojadoramente elogiosos. Mi premio no sólo está en haber sido elegido, sino en que, alguien que sabe escribir con el humor, la ternura y la capacidad de transmisión con que lo hace mi amigo Now, diga que soy un «magnífico poeta». Aunque ya se sabe que, todos los piropos que nos regalan, siempre son varias tallas más grandes que la nuestra.

Voy compartir el premio con cinco de los amigos que siempre leo, y quiero dedicárselo a los otros muchos a quienes no puedo nominar por la limitación que las bases del concurso imponen. Todos aquellos/as que leo, en La Coctelera y fuera de ella, nominados o no, deben saber que lo hago por el puro gusto de leerlos, porque me llegan sus palabras, sus ideas o sus emociones. Y, generalmente, las tres cosas juntas.

Comparto este premio con Locaporlaluna, por su locura, por su luna, por su escoba, porque rebosa poesía y porque me regaló un hechizo que, al final, no tuve valor para poner en práctica. Con Flor de loto, porque sabe cómo detener el tiempo en instantes y nos hace mirar hacia la superficie de su estanque ovalado para ver, asombrados, todos los secretos de las imágenes que se reflejan en él.

Sigo compartiendo el premio con Fernando, porque sabe conjugar de forma magistral imagen y palabra, poesía y relato; porque siempre tiene en las teclas una palabra amable preparada. Además, añado a Poedía a la lista porque sabe retratar los instantes, las emociones, capturarlas en palabras y servirlas en bandeja con guarnición de poesía propia y ajena.

Termino la lista con Cavilante, porque su otra mirada me cautiva, porque descubre la realidad desde ángulos que invitan a la sensación, a la reflexión e, incluso, a la investigación, con una forma de escribir sólida, sencilla y muy elegante. Y porque admiro cómo domina el complicado arte de poner las comas en su sitio.

Estoy seguro que el resto de mis amigos/as aparecerán nominados en breve, en cuánto se corra la voz de este meme.

Y acabo ahora el asunto Carabiru, colocando la letra pequeña:

A) Si eres el/la afortunado/a, deberás escribir un post donde indiques cinco blogs que te hacen reaccionar o a quienes sigues por múltiples razones. Ellos, a su vez, seguirán la cadena y formarán una unión virtual digna de admiración.

B) Haz un enlace a este post para que aparezca quien te otorgó a ti el premio y en qué entrada.

C) Disfruta de tu premio. De verdad, es un auténtico orgullo que alguien reconozca, con un simple signo, tu pequeña aportación en este mundo tan inmenso.

Yo estaba allí

He visto, con mis propios ojos, sonrisas que alivian los traqueteos del alma. Yo estaba allí, entrometido en el pecho que me abrazaba, sintiendo cómo una mirada se revestía con brillos especiales de comisuras recién levantadas. Yo estaba allí, cuando amaneció a deshoras, cuando iluminaste la estancia con un solo mohín, como si tus labios supieran dibujar estrellas rebeldes a las leyes del universo.

He visto sonrisas que eran nubes, que eran lunas; que hacían preguntas cuya respuesta no supe hasta que pasó de largo el azar. Yo estaba allí, transparente, cuando tus labios opacos se escondían de la verdad, de los nervios, de las dudas y de las ganas de llorar.

Es fácil distinguir las sonrisas que están rellenas de humo, porque se desvanecen al primer soplo. Pero las tuyas están hechas con algarabía de espuma de mar, aguantan la brisa, te salpican encima y, poco a poco, te hacen naufragar. Allí, a la deriva de tus ojos, estaba yo, en la isla desierta de las noches perdidas al sueño, haciéndome cada vez más pequeño, girando de sed y deseo en tu timón.

Yo sé que tu sonrisa es muchedumbre cuando prorrumpe a borbotones, cuando asciende deprisa por los escalones de la alegría. Yo sé que es antídoto y veneno, porque me cura, suavemente, de la melancolía que me deja cuando estás ausente y no la veo. Conozco muy bien tu sonrisa, he estado en tu cielo, he estado a los dos lados de tus labios lanzados hacia mis besos. Yo fui quién te insufló con ellos el aire con el que me dijiste que sí.

Siempre estaré allí, ya sabes dónde, recordando lo tuya que es la sonrisa que me sale del corazón. Y es por eso que aún no puedo, ni quiero, decirte de nuevo… adiós.

Tres minutos

Perdona que te escriba de nuevo pero, ya ves, no puedo remediarlo. Necesito que me escuches un momento, no voy a entretenerte demasiado, lo prometo. No voy cansarte con mis lamentos, descuida, es sólo para darte un poquito de conversación.

Créeme, no es una cuestión de soledad, ni de tristeza, por lo que te busco. En realidad, la vida me sonríe, más o menos, con los altibajos propios de un azar que no se propasa conmigo. ¿Melancolía?… Bueno… sí… puede que un poco, pero tampoco es lo que me mueve. La nostalgia ya es una amiga inseparable y no cuento sus visitas porque sé lidiar con ella en las largas horas vacías sin perecer en el intento.

Más bien, sé que suena extraño, es un asunto de costumbre. Un vicio que se me ha instalado desde hace tiempo en los dedos. Una especie de adicción que, cuando no la hago, por lo menos un ratito todos los días, siento como si me faltara algo, sin saber exactamente qué. Seguramente no me falte nada y sea sólo que me ataca ese desasosiego común de las rutinas interrumpidas, ese misterioso acto reflejo de las usanzas, esa desazón que da la abstinencia imprevista.

El caso es que, aunque no tenga nada que decir, necesito creer que estás ahí. Hacerme a la idea de que me miras atentamente mientras escribo, como si te interesara adivinar mis pensamientos, como si te importaran mis palabras inútiles y mis rimas absurdas. Como si tú y yo existiéramos a la vez en algún lugar, en algún tiempo, en algún doblez de la realidad.

Ya está, estoy terminando. Al fin y al cabo, parece que no es nada, palabrería de relleno. Pero para mí es mucho más, muchísimo más. Porque en el rato que he tardado en escribirte esto, un instante a lo sumo, sin tú saberlo, como efecto inverosímil de la magia blanca, te han traído hasta aquí mis palabras. Incluso, no debería decir esto para que no dudes de mi cordura pero, me ha parecido que me las ibas leyendo en voz alta y de una en una. Y no es la primera vez que me pasa y espero que no sea la última.

Por eso, para agradecer tu visita y tratarte como te mereces, para dejar que eches la cabeza en mi hombro o espantarte los fantasmas o darle un descanso a tus dudas, quiero invocar la energía de todas las musas, de todas las fuerzas de la magia electrónica. Para que me permitan viajar a tu lado en un momento, estar contigo un rato, no sé, tres minutos si acaso, o lo que dure el instante que tardes en leer conmigo este texto.

Rendija

Está fresca la noche y eso es un alivio. Sopla la brisa más pesadamente por entre las casas y se restriega viscosa contra la piel. Viene como emisaria, anunciando que el verano tiene los días contados y que las noches ya se le han salido de cuentas; que la vida está a punto de retornar a su ritmo frenético y febril de rutinas cotidianas.

Sentado en la escalera del patio, sólo escucho su silbido inconstante que mueve un sonajero en el níspero. La luna está clara, ni llena ni vacía, ensimismada en sus estrellas y en lucirse en su cielo. No se oyen coches, ni gatos ni persianas; tan sólo la flauta desafinada de los cipreses rompe la monotonía del insomnio.

Siempre que bajo de noche al patio, esté como esté la luna, encuentro paz a mitad de camino, en el rellano que da un descanso al viaje estático de los escalones. Se viene conmigo de la mano y me señala un sitio escogido en los últimos peldaños. Le hago caso, me siento, reposo en ella los brazos cruzados sobre las rodillas, descanso los ojos y, simplemente, dejo libre el pensamiento.

Pienso en el dibujo con el que se contonean las sombras de las plantas sobre el patio, en el rumor de agua que se escucha a lo lejos. En el peso de mis párpados, en la tensión de mis manos, en la frialdad extraña que tiene esta noche el suelo. Y sí, no me molesta confesarlo, en qué estarás pensando o en lo que andarás haciendo.

Sin embargo, esta noche, al pararse la brisa un momento, todo se ha quedado quieto: las sombras, los ruidos, hasta el frescor… He cerrado los ojos cuando el vértigo de los pensamientos se ralentizaba, cuando todo se quedaba parado en el mismo fotograma repetido que acababa fundiéndose en negro.

Y al abrirlos, un instante después, ha vuelto el movimiento a las sombras, al aire y al cielo. Como si se hubiesen detenido a la vez el mundo y la vida formando un paréntesis casi imperceptible, un fotograma en blanco de la película, un silencio de fusa en medio de una sinfonía.

Seguramente ha sido un despiste minúsculo, un mareo de la realidad, un atasco en la autovía de los sentidos. Tal vez un sueño, un sueño de los que atacan cuando estás más despierto… Porque sólo un sueño puede fingir rendijas en el océano del tiempo.

Tormenta

Los caballos del cielo refunfuñan su furia en tropel. La luna tirita de sombra tras las nubes oscuras, que arrebatan la negrura del cielo jugando al azul tenebroso de un gris amenazador. La naturaleza se enfada en el patio, removiendo cólera con las ramas de los árboles desguarnecidos de luz.

Gotas gordas, sonoras, verticales. Suena el redoble del agua en los cristales, que se dejan amedrentar por el viento. En el suelo, marcadas con cicatrices redondas, se ven las heridas imposibles de un agosto que parece querer terminar antes de tiempo.

El otoño lanza un aviso de relámpagos amarillentos que iluminan la bóveda celeste con pintura de destellos. Después, el ruido, un bramido de olas gigantes que rompen en las playas rocosas de tierra adentro. Asoman como tambores de guerra de una batalla etérea que se acerca enmudeciéndonos con su estruendo.

Todo parece perdido cuando el olor a tierra mojada se adueña de mi corazón. Quisiera salir para rendirme, para ver la lluvia desde abajo, para aliviar el sol anclado en este bochorno que se resiste al empuje del viento. Pero, sin saber por qué, deja de llover, para el ruido, se van las nubes negras y flota la luna de hilo en hilo en el mar de las estrellas.

Tal vez la mariposa no abrió del todo las alas. O, quizás, el desierto que se acerca con paso firme hizo una buena jugada para no dejarse vencer. Aunque me temo que, más bien, fue la Luna la que espantó el llanto con un soplo de entereza. De lo que parecía tormenta incontenible de chaparrón y aguacero, sólo queda un viento desapacible y espeso, que seca las huellas del agua, achica los ojos y se incrusta en el silencio.

Te comprendo bien, Luna. Estoy al tanto de tus mecanismos propios. Porque yo también, algunas veces, tomo aire con fuerza, ensancho el pecho y resoplo. Para estrujar la gota que empieza como lágrima y no consentir, de ninguna manera, que acabe en sollozo.

Y un instante después me queda, como a ti, un suspiro desapacible y espeso, que seca las huellas del agua, achica los ojos y ata mi voz al silencio.

Juego del azar

Ahora ni siquiera es una larva, la abeja que te asustará zumbando su ruido monótono al entrar por la ventana. Sumergida en el agua que anega el llano, sigue esperando la sal que se te derramará en la cocina, a que salga el sol enarbolando verano, para despojarla de su forma líquida.

Como duerme la brisa que se enredará en tu pelo cuando te vuelvas para mirarme, entre las olas del mar sin espuma que roza una caleta. Mientras, nacerá en un semillero, la menta que atrapará mis sentidos en tu hálito fresco cuando disfraces el deseo con un suspiro. Corre todavía, por el tronco de un ciruelo, el azúcar que moverá tu mano fría sobre mis dedos.

Aún está atrapado en la hoja de un árbol, el aire impaciente con el que te besarán mis labios. Viaja despacio, sin prisa, escondida entre las nubes, la gota de sudor que resbalará en mi frente cuando te desnudes. Estallará tu risa en cascabeles y rebotará su eco sobre paredes que todavía ni siquiera son ladrillo. Ahora son apenas un hilo, las sábanas que romperán con su vuelo de seda aquella figurita de cristal que hoy sólo es un puñado de arena.

Dónde buscarte, si el futuro siempre está en el aire. Somos naipes del castillo, polvo que gira en el baile de una veleta, gotas de un remolino que se pierde en el mar. ¡Es tan difícil el azar! Y la vida es tan incierta que nadie busca lo que encuentra porque nadie sabe lo que quiere buscar.

Pero mi corazón me ha convencido de que, aunque ahora parezca imposible, cuando tus susurros se agiten en mi oído y te envuelvas en mis brazos para dormirte, lo difícil se habrá vuelto sencillo. Todo lo inexplicable cobrará sentido y el juego del azar resultará tan evidente, que no te extrañará saber que empecé a quererte… mucho antes de haberte conocido.

Dama negra

Esbozó una sonrisa de triunfo cuando miró a los ojos del rey blanco y contempló en ellos el resplandor del miedo. Giró la cabeza hacia la torre que cubría el ataque indefendible que había urdido con destreza su jugador. Al fondo, en su lado del tablero, aguardaba su amado rey, flanqueado por las piezas mayores. Aunque el frenesí del asalto no le había dado oportunidad para el enroque, como acostumbraba a hacer en partidas más reposadas, parecía estar a buen recaudo entre sus tropas.

Todo se había desencadenado con inesperada violencia, cuando presionaban el lado de rey blanco atacando su alazán de guardia. Las blancas descuidaron su defensa y ella, curtida en mil batallas, no desaprovechó el error, encontró el resquicio y capturó la casilla clave en el momento exacto.

Su victoria estaba a un paso. Sólo tenía que desembarazarse de aquel estúpido peón, que aguardaba su destino irremediable de ser retirado del tablero en la siguiente jugada con una serenidad impropia de un plebeyo. Siempre odió esas demostraciones de entereza, ese abandono inconsciente a las manos del azar de aquellos seres creados, como ella misma, para el holocausto incruento de las partidas.

Un relincho conocido derritió su mueca pensativa y le hizo girar la cabeza con preocupación. Una torre blanca había irrumpido entre sus líneas desbancando el caballo que hacía las veces de parapeto. Pensó que era un jaque desesperado que sólo pretendía retrasar su movimiento final, una estratagema suicida de un ejército entregado a la derrota inminente. No se inmutó, cuando la caballería deshizo el entuerto sin encontrar resistencia.

Pero lo que ocurrió después, aún no puede creerlo. Jaques sucesivos, sacrificios encadenados milimétricamente fueron obligando al rey negro a tomar posiciones cada vez más desfavorables y expuestas. Ella, en el otro extremo del tablero, impotente ante los acontecimientos, se sentía inquieta porque, con el mate al alcance de sus manos, su sed de gloria le apretaba la garganta. Le apremiaba la necesidad de celebrar la victoria en brazos de su amado, allá después, en la caja, y el empecinamiento de las blancas no hacía más que retrasar su anhelado premio.

Cuando, cuatro jugadas después, cayó su rey a los pies de la reina blanca, tambaleándose de furia y herida con los celos del mate, ella lloró la sangre y la rabia contenida; lloró su esfuerzo robado y su sueño roto en mil pedazos. Lloró su desconsuelo y sintió en sus propias carnes de marfil tallado —¡qué despiadada maestra es la derrota!— que un buen ataque no es siempre la mejor defensa, que dentro siempre hay algo más que lo que asoma, que el corazón puede mucho más que la cabeza.

Y que en el ajedrez del corazón, como en el de la vida, las cosas nunca acaban como empiezan y siempre te sorprenden cuando terminan.

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