Una colección de instantes

Despertar (Página 8 de 14)

Recital

Cantabas, en la algarabía del mediodía, palabras ajenas, serenas, contenidas. Un murmullo de viento me apartó a la lejanía justo en el momento en que las hacías tuyas, mías. Hervía el sol bajo la sombra, taladrando el aire, y la música empañaba los nervios debutantes ante tanta gente conocida. El recital duró tan sólo un instante, pero un instante de los que duran toda la vida.

Se me fueron las palabras huyendo de la aventura que anunciaba tu ternura. Mi boca muda volvió del concierto y no encontró pretexto ni excusa para pedirte más música, más afecto, más voz. Hay contextos que no ayudan en el viaje por los caminos del corazón y no supe despejar la duda razonable del por qué tú y por qué yo, antes de tu partida.

Por si el mar de las noches tristes te ahoga la espuma de los días, no quiero que olvides nunca que puedes volver aquí todavía. El recuerdo es un aleteo de seda con el que la vida envuelve el corazón. Viste con él tu sonrisa, descúbrete dentro de estas letras y empuja con fuerza en el centro del viento la brisa sencilla de aquella canción.

No temas, puedes cantar y contar conmigo. Te tengo sitio reservado a mi lado en mitad de este renglón.

Horóscopo

Dice el horóscopo que hoy tienen previsto los planetas hacerme una huelga de suerte. Que no terminan de encontrar el sitio para alinearse con mi vida y que prefieren iluminar otros caminos. Por si fuera poco, uno se ha ido de la casa del Sol dando un portazo, otro se olvidó las llaves con que abrir la de la Luna y los demás discuten por cuestiones de protocolo en el Ascendente.

Los posos del té verde que me tomé esta mañana no tienen buena pinta. Se han quedado mustios y roñosos emborronando el futuro de la porcelana. Tal vez puse poco azúcar o la tetera, que estaba medio dormida, pitó desafinando el agua.

Las cartas dicen que malo, malo. El Loco se ha escapado en El Carro y le ha tenido que cambiar La Rueda de la Fortuna por una de repuesto. El Mundo, que se me estaba quedando pequeño, ha salido boca bajo de la baraja haciendo tropezar a los otros Arcanos Mayores que, como era de esperar, ya no están para muchos trotes.

En las palmas de mis manos se están oscureciendo las líneas y, por más que me las lavo, la cosa no se aclara nada y todo va cada vez peor. Las runas se me perdieron al echarlas en la mesa, justo cuando las gemas me anunciaban un paisaje desolador.

Entonces, cuando maldecía mi mala suerte aporreando la pared, entraste en el salón con tu sonrisa de media luna. Alineaste los planetas con tu mirada desnuda, enderezaste con tus manos mi línea de la vida, recogiste las runas del suelo con un soplo de deseo. Con tus besos me arreglaste la Rueda de la Fortuna y no me dejaste ninguna duda de que hoy, precisamente hoy… hoy puede ser un gran día.

Y mañana también.

Síndrome

Llevo varios días sintiéndome raro. Duermo de día y paso las noches despierto, casi siempre fuera de casa y ocupado en asuntos tiernos. Noto también un aleteo de mariposas en el estómago, una tirantez extraña en las comisuras de los labios y se me descontrolan las caderas al oír el chumba-chumba que algunos coches llevan puesto a todo trapo.

Cuando las cosas no me salen como esperaba, me da por reír. Me llaman los amigos para salir de casa y, en lugar de negarme educadamente con alguna excusa como hago siempre, acepto encantado y a la primera. No me enfado cuando suena el teléfono en mitad del sueño ni me importa que me toquen a la puerta para venderme algo. Muy, muy preocupante.

Más aún cuando la doctora del seguro —ni siquiera tuve que esperar mi turno, porque no había nadie en la sala de espera— puso mala cara tras auscultarme y, con gesto grave, me dijo que no entendía cómo el corazón podía latirme a ritmo de samba. Cuando me hizo sacar la lengua, en lugar de un «a» sostenido, me salió sin querer un «lalalá» y se partió el palito que me había metido para sujetar la lengua.

Me ha asustado mucho su diagnóstico circunspecto de «síndrome de la felicidad». Ha dicho que es una enfermedad rarísima y que, si no se corta radicalmente, puede dejarme secuelas terribles de embobamiento y brillo en los ojos. Afortunadamente, las crisis más fuertes suelen ser muy cortas y existe un tratamiento muy efectivo que me ha recetado.

Tengo que madrugar, meterme cada día en un atasco de la autovía y dejar el coche en el centro de la ciudad, aparcado en doble fila. Seguir parado cuando el semáforo cambie a verde hasta que no me piten los coches que haya detrás y hacer gestos soeces a quienes no me cedan el paso. Nada de sexo, ni de alcohol, ni de rock&roll. Y terminantemente prohibido el chocolate, las tiras de Mafalda y las películas de Woody Allen.

Además, tengo que tomarme un telediario en cada comida, empezar el periódico por las páginas de sucesos, creerme la propaganda que me llega al buzón y planchar, en lugar de echarme la siesta, mientras veo un culebrón. Y antes de dormir, ponerme a leer un capítulo entero de las memorias de Sara Montiel. Como último recurso, si los síntomas no mejoran, tengo que contratar a unos albañiles para que me hagan una obra.

Según la doctora es muy contagioso, pero sólo por contacto directo. Así que nada de abrazos, ni besos y ni risas con las personas que conozco. Tengo que llamar a mis amigos para advertirles del peligro y permanecer en cuarentena de cariño. Y de paso, averiguar si es que alguno o alguna me lo ha pegado con su sonrisilla de estar viviendo en una nube. ¡Eso no se le hace a un amigo!

Sin embargo, parece ser que no hay problema en seguir pasando por el blog, pero me ha recomendado que, por precaución, durante una temporada me abstenga de leer ni escribir cualquier tipo de final feliz. No sé si seré capaz. Además, ¿qué enfermo hace todo lo que le dice su médico?

Está sonando en la radio una canción y se me empieza a mover todo el cuerpo, debe ser otro ataque. Creo que me voy a seguir el tratamiento, pero la dejo aquí puesta por curiosidad de saber si en todos produce el mismo efecto. Si hay alguien predispuesto, que no se le ocurra escucharla y mucho menos tararear el estribillo. No admito quejas, que el que avisa no es traidor y bastante tengo yo con lo mío.

Lost in traslation

Cuando el notario, impasible, estampó en el papel su firma, las promesas estallaron de risa. Guardó en el cajón su pluma impávida, que jamás ha derramado ni una sola lágrima de tinta, y desterró el escrito de la cima imperturbable de la montaña de asuntos que tenía delante.

Cuando la jueza tomó el mazo inconmovible y aniquiló la sentencia con un golpe seco sobre la mesa, las promesas reventaron de vergüenza. El ruido terrible se alojó en las miradas vacías que cruzaron su enfado en los pasillos anchos y descarnados de la salida.

El documento insensible portaba pesadamente su lenguaje inexpresivo, su colección de heridas legales. Cuando el maletín, hierático, se lo tragó con un movimiento mecánico, las promesas explotaron de asco. Hubo niños que preguntaron con su extraño idioma del corazón. Impensables, imposibles, atropellamos las respuestas y desaparecimos de aquel sitio perdidos en la traducción.

Ahora trepida incertidumbre la mesilla, tiembla en mi mano el silencio, vibra palabras el papel. Borbotea lágrimas el grafito, tirita el sobre un doblez, palpita saliva el sello. Veo hervir el buzón entero por la boca de su estrechez.

Para cuando el cartero, impertérrito, te entregue envuelto lo escrito, las promesas de cielo habrán dejado de tener sentido. Nunca tuvieron otro que el que les dimos tú y yo. Y así seguimos, indiferentes, completamente perdidos en la traducción.

Maldición

Cuando veo aparecer tu cara redonda y acecha la oscuridad tras los cristales de la ventana, noto los primeros síntomas. Me revuelve una ansiedad especial repiqueteando en el estómago, se me estiran las ojeras y me suben a flor de piel todas las caricias que guardo, esperando, en riguroso turno, para irse derramando poco a poco.

Me brillan los ojos venciendo a la miopía, desdeñando las gafas como parapeto y adelantándole terreno a la media luz con una estrategia infalible de pupilas en avanzadilla. Las uñas, inesperadamente, dejan de morderme los dientes y se esconden en los dedos apenas montando guardia sobre las yemas deseosas del cuerpo a cuerpo que las desata.

Se aguzan mis sentidos para que el instinto adelante sus fronteras, se abre hueco en la palma de mis brazos. Siento mis latidos desbocados a la espera de tus labios rojos y sé que la transformación está completa. Al besarme, inquieta, la luna de tu sonrisa, me convierto de nuevo en el hombre bobo, embobado, que bebe, embelesado, en todas tus fuentes de licantropía.

Asombrado, recorro veredas suaves que tiemblan, subo colinas que palpitan, bajo hacia senderos que descorren el velo indescifrable de la vida. Posesivo y absorto, aumenta mi sed en cada sorbo de piel que se agita. No hay nada en este mundo que se pueda parecer al grito de dos susurros que están latiendo en sincronía.

Un silencio de sudor arranca de nuevo el reloj detenido. Comienza el rito de mi maldición, siempre a la misma hora en que decides seguir tu camino. Un vuelo, una excusa, un beso y, aún medio desnuda, escapa tu prisa y te pierdo. Entonces comienza la verdadera maldición de un hombre bobo, que no es asunto de pelo ni de dientes, sino, sencillamente, que se queda solo.

Por eso, todas las noches y cada una, este hombre bobo, se echa en el hombro de la luna y te llama, aullándole letras a la madrugada.

Atrapado

Me capturó con su dulzura y sus malas artes, hace ya tanto tiempo que ni me acuerdo. Al principio, eso si lo conservo en el directorio principal de mi memoria, me daba un poco de miedo. Había oído hablar a otros, alertándome de que atraía un cierto peligro que expresaban en términos un tanto vagos y misteriosos, como de no haberlo experimentado en carne propia.

No les hice caso. Bueno, tampoco es que fuera una decisión completamente consciente, sino más bien un acomodo paulatino, como suele ocurrirnos con los amigos. Empieza por no molestarte su presencia; luego, el atrevimiento de los acercamientos tímidos, con precaución desmedida, que se va desmoronando a fuerza de constatar que te sientes muy bien a su lado y que no tienes la sensación de que te haga daño, da paso a lo cotidiano, a lo normal, al roce continuo.

Más tarde, hay noches de calor que te asoman al precipicio de la desesperación y caes en el cielo del viento de sus caricias invisibles que te ponen la piel de gallina. Te envuelven, te transportan, te elevan a la cima del mundo. Todo se calma, la noche se hace menos espesa y reencuentras espacios de vida que dabas por aniquilados de forma permanente.

Y llega la primera noche completa. Siempre hay una primera noche, hermosa, delicada, intensa. Una noche que pasa como un suspiro en el paraíso, que desaparece cuando el sol asoma por las rendijas y te sorprende en sus brazos. Y aunque no puedes evitar un cierto sentimiento de culpa que asoma por tu garganta carrasposa, en realidad, te sientes tan feliz que deseas interiormente que pase deprisa el día para volver a encontrarte de noche con sus abrazos frescos de viento.

Entonces, te das cuenta de que estas completamente perdido. Cautivo feliz del ritmo de sus andanzas, prisionero de sus soplos, recluso de su influencia. Inquieto, sudorosamente febril en su ausencia, eres rehén de su frío en pleno síndrome de Estocolmo; galeote que disfruta más con su condena que con la libertad. Atrapado para siempre en las garras de su frialdad.

Fiel amigo de este tecleador, compañero de aburrimientos, inestimable paladín del sueño, imprescindible y discreto en el amor. No sé qué sería de mí, en estas noches tórridas de verano, si me faltaran los besos suaves de mi aire acondicionado. ¡Qué sería de mí!

Mañana

Cuando dices mañana, no sabes de qué hablas. No dejaré que creas que es un número agazapado en una serie encadenada, ni el nombre siguiente de aquella retahíla que aprendimos en la infancia.

El calendario no pone las normas, sólo constata y recuenta los giros del planeta como si todos los días fuesen vueltas, pero en la vida todo son idas; y tú y yo sabemos de sobra, que los días se hacen con sombras, nudos y volteretas.

Mañana no es un día, ni una cita, ni una noche de luna llena. No es un apunte en la agenda, no es un plazo que expira, no es el vuelco que activa la gravedad redonda de este reloj de arena.

Es el futuro que nunca llega, es un empuje que no se detiene ni ante la fuerza de la costumbre, es el corazón de una incertidumbre en toda regla. Un horizonte desesperante y desesperado, que cuanto más cerca parece estar, más deprisa se vuelve lejano.

Si me oyes decir mañana, no me hagas caso, porque yo tampoco sé de lo que hablo. Será un error hecho palabra, una prueba fehaciente de mi inconsciente falta de vocabulario. O puedes dar por sentado que, mi pensamiento, porque no puede tomar asiento, tal vez se sienta muy cansado.

Desvelado

La luna bordeó el horizonte negro del cielo a la misma hora en que despertaban mis ojos sin sueño. Para ti fue mi primer pensamiento neblinoso de sonámbulo intrépido.

Tardó un buen rato en descorrerse el velo de la realidad, a pesar del chillido impertinente de las luces de la cocina, que activaron un instinto imperioso agarrando mis párpados.

Me aferré a la taza, rellena de negro, removiendo el fondo de cristales blancos, impregnándome con ese aroma artificial a mañana que nos saca de la somnolencia. En cada sorbo, un nuevo pensamiento te traía, sin miramientos de código, al espacio en que no estabas, arrastrando, con él en los hombros, el sabor del café que tú preparas.

No había más ruido que el de dentro de mi cabeza y el de los engranajes del mundo girando imperceptiblemente sobre las estrellas, cuando salí al patio buscando conversaciones íntimas con la brisa, que me recordó, al oído, la inquietante ausencia de tus caricias.

Después, poco más. Letras y más letras. Vueltas al mundo en naves cibernéticas que ahuyentan en cierta medida la melancolía y, en cierto modo, la alimentan cuando se encuentra, allá donde se busque, siempre con asombro, que el sabor que destilamos todos, esconde las mismas certezas que descubre.

Noto cómo se alinean los planetas a favor, o en contra, cuando veo un resplandor de rendijas que asoman. Cuando siento el calor de la luz que ahuyenta las sombras, cuando el cansancio hace mella y me embota los dedos, hace tiempo liberados y presos de su propia torpeza.

De camino a la cama, pesándome los párpados en cada palabra, sólo me alivia el consuelo de saber que, justo antes de que empiece el sueño, podré tenerte otra vez, en mi último pensamiento.

Vino y rosas

Llevo una temporada atrapado en días de vino y rosas, engrasando con alcohol de varios tipos la maquinaria de las noches. Contento, pero un poco preocupado por lo despreocupado que ando de relojes. No es que normalmente viva colgado de sus manecillas, pero este descontrol de sueño que me queda como secuela luego me pasará factura con recargo por demora.

Hay días que ni como y noches que ni me acuesto, claro que, y esto es un secreto, como de noche y duermo de día, para equilibrar el presupuesto de los gastos de energía que mantengo. Sin saber bien en qué me entretengo, porque me tengo tan desocupado de las cosas habituales, que no encuentro momento decente para ponerme a los mandos del teclado y escribir las cosas que me suceden.

Además, las musas y las palabras se han largado de vacaciones sin avisar y, por más que miro el folio blanco, no se me ocurre cómo contar las sensaciones que me han ido pasando. Pero todo se andará.

Se andará como ando ahora viviendo en este espejismo de la vida que me ha tocado en la ruleta del azar. Este verano sin canícula, que está pasando como de algodón, esta deserción de la rutina, este festival en cada esquina, estas ganas de brindar con desatadores de lenguas, me adormecen la consciencia y me encienden la certeza de que, entre vivir y escribir que vivo, no queda ningún sitio para la más mínima duda.

No renuncio a la tinta, tengo palabras que escribir. Además, asuntos importantes, instantes preciosos, intensos, devaneos de la vida, encuentros, aciertos y ciertos momentos que han terminado en un sí. Pero esto será más adelante, cuando baje la marea, tenga tiempo y me acaben de contar algunos acontecimientos que me matan de curiosidad.

Sólo me queda dejar volar aquí un pensamiento, trascender un poquito, expresar una sensación que me invade por dentro: la felicidad, la suerte y el éxito, por mucho que tarden, si es que llegan, siempre llegan a tiempo. Del mismo modo que, cuando deciden marcharse, siempre nos pillan mirando a otra parte.

Retales

Suelo escribir a borbotones, volcándome sobre el teclado como niño que se queda clavado sobre el aparador de los dulces. Levanto la vista de tanto en tanto y retrocedo, modifico letras, me retrepo en el sillón para esperar la palabra consecutiva, la idea contigua, la emoción del instante siguiente.

Cuando llegan, vuelvo a la carga, galopo a ratos sobre las teclas y, a ratos, troto. Me paro, me levanto, paseo, bebo agua. Siempre agarrado a las paredes, porque las palabras no descansan en mi cabeza, me aturden los pasos y me trastabillan las piernas.

Pero no siempre acuden. Muchas veces me rehuyen las dichosas palabras, me abandonan al amargor de la expectativa infructuosa, a la impaciencia de una prórroga de la insatisfacción. Me dan plantón, rompen todos los acuerdos y me quedo con los tiestos peripuestos en el ordenador.

Guardo con mucho cariño esos retales y, cada cierto tiempo, me entra el gusanillo de revisarlos para intentar arreglarles el dobladillo. Pero, como sastre, soy peor que el del emperador, un auténtico desastre. Casi nunca lo consigo. Y se quedan conmigo los retales, adornando algún archivo de mis documentos.

Ahora voy a dejar uno aquí. Se ha ganado el derecho de salir a la luz a pesar de estar incompleto, porque también es mío, también soy yo. Iba a ser la tercera parte de Reflexiones, refracciones y reflejos. Pero he sido incapaz de terminarlo.

…El brillo del espejo es fascinante. Luz pura, suspendida en el éter óptico, escondida bajo el océano, como bella durmiente que aguarda príncipe lector al rescate. Como gota sutil que espera viento para lanzarse en lluvia y empezar el ciclo inigualable de la comunicación profunda. Un efecto mariposa, con unos y ceros que palpitan con su corazón de número, en el caos impredecible de la electrónica.

No se ven los defectos de la luz cuando no intervienen más cuerpos que los bordes celestes del navegador. Todo es nítido, transparente, liviano. Decimos lo que queremos decir y entendemos lo que queremos entender. Sin más interferencias que los pantallazos azules de Bill Gates o los «no sé lo que me pides» de La Coctelera.

Esbozamos nuestra propia imagen sobre palabras o fotos, o canciones, con diferente estilo y distinta parsimonia. Nos dejamos caer por los rincones que ofrecen un centelleo parecido al nuestro cuando dicen lo que nosotros decimos o si lo hacen de manera que los entendemos. O porque nos deslumbran. O sencillamente, hacemos caso a quienes nos lo hacen, en prueba de bien nacida habilidad para contactar con nuestros, en el más literal sentido de la palabra, semejantes.

Sin embargo, nuestro propio reflejo sólo cabe en un ángulo pequeño, en una disposición precisa; si apartamos la vista del centro del espejo en busca de más brillos, ya no podremos vernos en él. Además, incluso desde la mejor perspectiva, hay partes que siempre están ocultas a nuestros ojos, la espalda o la nuca, que nunca relucen pero que están detrás, dimensionando la vida, escondidas hasta para nosotros.

Para nosotros sí, pero no para los demás. Curiosa propiedad antisimétrica de un objeto que palpita simetría. Que permite ver el mundo completo que se asoma a su relumbre, excepto los matices oscuros del propio observador. Que muestra y que oculta, que refulge y que esconde…

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