Se asoma, primero, con la cara incrédula de la casualidad. Acercándose despacio, paso a paso, tranquila, mirando hacia otro lado, como si aún no supiera qué camino ha de seguir.
Nadie debe advertir su presencia. Por eso espera sin hacer ruido a que yo no mire para fijar su atención. Estudia mis movimientos, mis andanzas, mis silencios tal vez mis palabras, escogiendo el momento preciso para actuar.
La presa está desprevenida, el viento sopla a favor y flota en el aire un instinto de supervivencia camuflado. Es el instante que llama, el más adecuado, cuando los sentidos están preparados y se atenúan hasta suspiros los latidos del corazón.
Entonces ataca furtiva, imparable, saltándome las defensas de la razón con un escorzo invisible. Un movimiento vertiginoso, una sombra, un fotograma borroso, una niebla de velocidad. Una convulsión sutil que cambia la visión de las cosas sin dejar ningún rastro en los ojos.
Basta un roce de su tacto poderoso, una mínima caricia, un guiño, un ademán apropiado. Un gesto tan sólo, un mohín, y el veneno está dentro, inundándolo todo, tomando cuerpo, avanzando hasta dentro y explotando en el corazón.
El espíritu, por fin, se percata de la maniobra hostil. Pero ya es tarde, no se puede hacer nada. Revolverse para retenerla, lo único que consigue es acelerar su retirada intempestiva. No se puede hacer nada más que sufrir y suspirar con fuerza.
Suspirar con fuerza para que detecte mi presencia, para no pasar inadvertido y para que en cada suspiro entienda que quiero que me vigile más de cerca.
A mí ya me ha atacado varias veces. Ten mucho cuidado, porque sigue al acecho. Es una depredadora insensible que siempre cambia de rostro y de cuerpo. Y a la que no percibes cuando viene sino cuando se va.
Ten mucho cuidado y procura ponerte a tiro. Porque así se las gastará, también contigo, la devastadora felicidad.
Deja una respuesta