En vuelo cercano surcan las alas de mis manos la llanura oblicua de tu vientre. Se detienen en el abismo de los costados para atraer el vértigo sobre tu piel y, por si no es suficiente, vuelven sobre sus pasos hasta el punto de partida para empezar otra vez.

Después, más arriba, por el paso estrecho que separa las dos colinas, se enredan en ellas haciendo garabatos, dibujos simples de doble acrobacia, mientras rozan y amasan los filos de las montañas antes de subir a la cima.

Desde allí apostados, enhebrando los vértices en el temblor de mis dedos, se abre un paisaje inquietante de cuellos vencidos y labios sedientos. Cuando bajo con los míos, de salto en salto, por las laderas que me llevan abocado a rozarte el corazón, noto un galope tendido, un terremoto continuo, que me retumba en los oídos y me acelera la respiración.

Se abren tus lunas para mí cuando mis ojos consiguen llegar a su altura, mientras comienza el giro de los planetas para dar paso a una noche que nos acecha expectante. Lo que antes era encima, ahora es debajo. Lo que antes dijimos atrás se confunde con delante. Norte y sur se entrelazan en un suspiro, mientras un instante infinito nos atraviesa todos los labios.

Aquel sueño de explorador, este ansia de geografía, la expedición emprendida hacia tu arca del deseo, me revienta por dentro en mil pedazos. Y el mapa de tu piel, ese que llevo escrito en mis dedos, se deshace en este papel y me invade los sueños inacabados.