La noche se estira por encima del laberinto de penumbras y empieza así mi viaje. Parto hacia lugares a los que tan sólo puedo llegar con el corazón encendido, mientras el sopor me invade y se me clava en el filo encogido de las pestañas.
En el centro de ese huracán suavemente consentido, me atormenta no saber si es culpable tu piel o el roce inocente de las sábanas. Si tu sombra es un remolino que me dejó engañarme y quiso atraparme en su giro con un reflejo escapado a hurtadillas de la lámpara. O si tu olor, vereda dulce que conduce hasta tu pecho tierno, sólo es un rumor pasajero, como la niebla de invierno que salpica las madrugadas.
Y cuando regreso de todos esos lugares a donde nadie más que tú sabe llevarme y me asomo, con los parpados entreabiertos, por la ventana del paisaje que entra en mi habitación, me duele hasta el extremo no distinguir lo falso de lo cierto, ni la realidad de la imaginación.
Por eso quiero que bordes en el cielo, con el brillo de tus ojos desgranado en hilitos de plata, una luna redonda que siempre flote en mis sueños como una marca de agua.
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