Se abrió con suavidad la puerta corredera de cristales dando paso al tumulto de la antesala. El edificio, pulcro e impersonal, tenía un olor acolchado de prisas y ambientador a granel. El mostrador gris del fondo hervía de gente esperando en la raya del suelo, frontera ilusoria de una fortaleza de contrachapado preparada para resistir el asedio.

Un poco más allá de la barra de aquella especie de bar especializado en papeles, asomó una chica rubia, recién maquillada con un gesto de querer estar desocupada.

——Disculpe, ¿está usted disponible? ——le pregunté dando un paso hacia delante y levantando tímidamente el brazo. Hace tiempo que no pido un taxi, pero el mohín de desgana que puso no me pareció bajada de bandera.

——Tiene que coger número para que le atiendan y esperar su turno ——su voz, entre didáctica y molesta, me sonó demasiado aguda para su complexión.

Le di las gracias, azorado por la reprimenda, y me giré despacio, buscando el mecanismo que despachaba los números, mientras pensaba en cómo precisamente yo, precisamente ahí, había podido olvidarme de la opresión de las matemáticas sobre el mundo y del triunfo de las listas de espera.

En tanto llegaba mi oportunidad, me senté en una de esas incómodas y asépticas «trisillas» siamesas de plástico que florecen cerca de las paredes oficiales. Y cómo aún quedaba un rato, me entretuve haciendo garabatos sobre la superficie blanca del sobre en el que traía los documentos.

No sé si el cuarenta y uno es mi número de la suerte pero, al oírlo precedido de un timbre electrónico, me levanté torpemente y me dirigí al mostrador en el que otra chica, aunque morena, me esperaba con la misma desgana que la primera.

Extendí los documentos sobre la superficie lisa después de sacarlos del sobre y sin mediar palabra, ella fue comprobándolos, arrancando copias y organizándolas en montones. Se detuvo, se acercó a la cara un finísimo papel amarillo recién recolectado y se quedó quieta un instante.

——Caballero… ——me dijo, por fin, con una formalidad que no anunciaba nada bueno—— Lo siento. No puedo admitirle este impreso porque… bueno… Mírelo usted mismo.

Cuando lo miré detenidamente, yo sólo vi en él un torpe descuido y mi cara debió ser digna de inmortalizarse en foto. Se había calcado todo lo que escribí en el sobre: los garabatos, los dibujitos, las cuatro frases que me vinieron a la mente, tu nombre chiquitito en el margen, media firma en un borde…

Notaba calor en el rostro y un zumbido en los oídos. Había sido un fallo tan tonto, una inexperiencia de chiquillo. Molesto conmigo mismo, el último día del plazo, alterado de pensar en otra mañana perdida de atascos y colas, me puse pálido recogiéndolo todo.

——Espere, quizá tenga arreglo ——la expresión de la chica había cambiado completamente. En un principio supuse que al ver mi azoramiento——. Haremos una fotocopia del original y la utilizaremos en lugar de esta copia. Vuelvo enseguida.

Un minuto le bastó a ella para estar de vuelta y a mí para recuperar el color. Grapó, selló, repartió en bandejas, me ofreció los resguardos.

——Bien, ya está todo, ha tenido arreglo ——dijo casi a la vez que yo le daba las gracias y expresaba lo amable que había sido conmigo.

Hizo una pausa corta y sus ojos se abrieron tanto que parecían los de otra persona que llevara escondida dentro.

——Le importaría… sé que le parecerá raro… ¿me podría quedar con el papelito este?

——¡Claro, por supuesto! ——me pareció extraño, efectivamente, pero no se me ocurrió ninguna razón para negárselo——. No hay ningún problema, pero, la verdad, no entiendo bien por qué… quiero decir… me sorprende un poco que…

——Bueno ——no me dejó terminar la última frase, como sabiendo que era una frase condenada a no tener fin——, es que, en todo el tiempo que llevo aquí… nunca había visto escrito un poema en el impreso de la declaración de la renta. Y la verdad es que es muy bonito.

Entonces, sí, lo recuerdo perfectamente. Sí, en aquel lugar impensable para el corazón, su sonrisa espléndida reventó el mostrador y detuvo las manecillas del reloj por un instante. Asentí alegre sin poder decir palabra. Nuestras manos se rozaron levemente al coger aquel papel amarillo que le ofrecí.

——Además… ——dijo mirándome muy fijamente y señalando tu nombre escrito en el margen——. Además… yo también me llamo así.

Es un burlón el azar, un burlón agridulce que me regaló versos disfrazados y que ahora, por más que lo intento, no me los deja recordar. Al menos, desde entonces sé que tu nombre me da suerte y por eso me gusta escribirlo en todos los papeles que encuentro a mano.

Cuando recuerdo esta historia, me sorprendo imaginando —si es que alguna mudanza no lo borró de todas las memorias— en qué cajón de qué mesilla o entre las páginas de qué libro andará aquel papel amarillo. O que un día, envejecido y doblado, vuelvo a verlo en otras manos…