El verdadero problema de decir la verdad, el único que realmente plantea dudas éticas, estriba en la subjetividad que ésta lleva implícita. Las verdades absolutas, objetivas, eternas, son realmente escasas a este lado de la física cuántica. Y en el lado de allá, posiblemente ni siquiera existan.
Pero la verdad cotidiana, esa que manejamos inconscientemente y que nos orienta (con mayor o menor acierto) en el camino que decidimos seguir cada día, esa verdad rutinaria que se alimenta de la experiencia propia, de la falsedad de lo evidente, de los errores ajenos y de nuestros principios—creencias, esa verdad, es una verdad incompleta, pillada con los alfileres de nuestros sentidos en el dobladillo de nuestras propias limitaciones.
Porque si nuestra verdad estuviese fuera de toda duda, acertaríamos siempre, seríamos mejores cada día, tendríamos más cuidado al poner los pies para no pisar a nadie y no ser pisado. Y sin embargo, ¡cuántas veces nos equivocamos! Cuántas veces tropezamos, nos sorprende la vida y tenemos que dejar de creer, deprisa, lo que creíamos, para aferrarnos a una nueva verdad recién salida del horno del pensamiento o de las cuchillas del llanto.
En el fondo, me encanta ese carácter perecedero de la verdad. Esa necesidad de continua revisión y comprobación. Ese trasfondo perplejo de utilidad con el que la revestimos. Me gusta la incertidumbre de esa verdad que se me puede escapar entre los dedos en cualquier momento.
A pesar de todo, no desisto de decirla, por ejemplo ahora mismo, cuando me parece necesario explicarla. Lo hago sabiendo que puedo estar equivocado y que ese error puede desencadenar sucesos que no tengan arreglo. Es mi verdad y, por eso, la defiendo con la fuerza de mi vida y de mi pensamiento… pero sólo hasta que deje de serlo.
No me importa reconocer los errores errar es de humanos, herrar es de herreros y que me corrijan si me equivoco. Lo que no puedo soportar porque me rebela los intestinos es que me increpen por no acertar, me insulten por no estar de acuerdo, me ordenen lo que tengo que pensar y me nieguen lo que pensé sin dar ni un solo argumento.
Afortunadamente, todos sabemos equivocarnos solos.
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