Noviembre me vuelve solitario. Me mete las manos en los bolsillos y me silba en el oído con su viento monótono y desapacible. Me alarga las mangas y me pinta de otoño los huesos.
Me sorprende la noche sin haber consumado la tarde, alargando la desidia y arrugando el mundo hasta que cabe en el haz de luz de una bombilla. La casa está sola a estas horas y rezuman las paredes con el eco de las voces ausentes, con el miedo de los instantes perdidos, con la pasión de besos desparramados por el salón.
La luna llena se esconde detrás de un velo blanquecino, pálido, ojeroso. El visillo del cielo pinta invisible el viento que agita la solemnidad de los cipreses, que se bambolean en fila al borde del patio. Llueve afuera, como sin gana, un llanto desconsolado de niño caprichoso y adormecido. Dentro, caen las mismas gotas de aquel otro noviembre que pasó deprisa y me dejó el corazón tembloroso.
Me siento frágil, desguarnecido. Hueco. Como si la vida se me fuese durmiendo en los dedos, como si el tiempo se me escurriera vivo por la boca de la chimenea encendida en donde me acurruco. Viendo el baile del fuego entre los troncos de olivo, me siento envejecido y maltrecho, asomado a los recuerdos que me asaltan como forajidos crueles.
Soy hombre de gentes, de charla apacible y vaso de vino, pero noviembre me vuelve solitario. Debe ser que hoy noto más intensamente cómo se me van cayendo las hojas amarillas del calendario.
Deja una respuesta