Una colección de instantes

Secreto (Página 2 de 9)

Bienaventurado miércoles

A veces ocurre que, justo al pasar por debajo la escalera, uno se asusta al cruzarse con un gato negro. Te das cuenta entonces de que, además, precisamente, hoy es martes y trece. Y llueve a cántaros.

Vuelves a casa más empapado y menos contento que siempre. El paraguas gotea y mientras buscas dónde ponerlo, le das sin querer al botón y se te abre dentro de la habitación, empujando también el salero que derrama sal por todo el suelo de la cocina. Pero en la prisa de recogerlo todo, se quedan abiertas las tijeras en la encimera.

Vas al dormitorio a cambiarte y a dejar los enseres, pero rozas con el hombro un cuadro que se queda descolocado. Vuelves sobre tus pasos, para hacer el esfuerzo de rectificar lo que se descompuso, pero al girar el cuello, ¡ay, que torpe!, cae tu sombrero sobre la cama. Enojado, lo tiras con rabia sobre el armario, con tan mala punteria, que cae sobre la cómoda rompiendo en pedazos el espejo que hay encima.

Te acuestas temprano para que acabe el día, temiendo que te acechen pesadillas, lamentando la mala suerte que se te viene agolpando desde que te levantaste.

Eso puede que pase, a veces. Cada uno de esos presagios o incluso todos juntos. Y tal vez sea cierto que provocan mala suerte. Es posible, sí. Aunque yo diría que no, porque no soy nada supersticioso, pero… por si acaso… estoy tocando madera mientras escribo.

Lo que tengo por definitivo, lo que sí sé que ocurre siempre, es que hay un miércoles catorce después de cada martes y trece.

Bienaventurados todos los miércoles que vienen de tu mano, especialmente si llevan el número catorce, porque de ellos en adelante sólo cabe ir mejorando.

Laguna

Por más que rebusco, no lo consigo. Hay lagunas de la memoria que no tienen fondo. Sólo alcanzo a verme de niño, muy lejano, casi irreconocible. Pero un hueco negro se queda en el centro, impenetrable y espeso, que no me deja ver.

Intento encontrar un resquicio, me esfuerzo, porque sé que las cosas tienen principio; pero no encuentro el punto exacto. Y antes de ese punto, nada, sólo vacío.

Ya no me acuerdo del tiempo aquel en el que no escribía. Las letras me han borrado años de vida y los han tapado con sombras, con luces, con fantasía. Las letras son el Grial equivocado, porque bebiendo de su agua se van los años borrados, sí, pero sin hacernos más jóvenes.

No es que me duela, no. No es que eche de menos los instantes aquellos, ni aquella vida. No se puede olvidar lo que no se recuerda. Pero es que me noto un poco menos yo mismo cuando siento que tengo la memoria perdida.

Entonces pienso en ti y tampoco distingo. No es lo cotidiano, que no recuerde las fechas, que comprima los años en segundos o que me salte sucesos a fuerza de no quererlos recordar.

Es que tengo la sensación imaginaria de que no hubo ningún antes, que nos conocemos desde siempre, desde antes incluso, desde otro mundo, desde otra vida. Ya no recuerdo el tiempo aquel en el que no te conocía. Espero que tú tampoco.

Aunque, sinceramente, esta laguna, no entiendo bien lo que significa..

Afónico

Rodeé mi garganta con la mano mientras le hacía gestos con la otra. Tardó un poco en percatarse de mi llamada, y un momento más en entenderme.

No pronuncié palabra, sólo moví los labios con un «ven» mudo que recorrió la distancia que nos separaba a la velocidad de la luz. Asintió con la cabeza y encogiéndose por los hombros, comenzó a acercarse con pasitos cortos, como los tictac de un reloj.

Al llegar a mi altura puso un mohín compasivo y me dijo:

—¿Estás afónico?… ¡Si es que con estos fríos…!

Me encogí un poco e hice un ademán de palabra que no quiso salir.

—¡Vaya! ¿Te duele la garganta?

Acerqué mi boca a su oído, casi rozándonos la cara, y apoye la mano en su hombro al decirle, muy bajito, ignorando un poco su pregunta para, de ese modo, no tenerle que mentir demasiado:

—Ya estoy mucho mejor…

La conversación se esforzó en continuar, tejiendo el hilo de una voz en el nudo de la otra, pero, un poco más allá de lo que las manecillas estaban dispuestas a permitir, cesó con un silencio de corchea y una despedida manual.

Sonreí en ese silencio mi propia travesura infantil. Porque ya estoy mucho mejor, sí, completamente sano. Pero tanto me gusta que te acerques, que cuando vuelvas voy a seguir fingiendo un poquito más, aunque sólo sean unos minutos.

Porque me encanta hablarte al oído… Y para que no descubras el truco.

Mamut

Estalla la luna esta noche por entre las nubes, solitaria, con la cara blanquísima, congelado el rostro.

Araña el frío la piel desenvuelta de las cosas y todos los tactos son distantes, hirientes. Escuecen aún más con el frío todas las huellas abiertas de otras manos calientes y lejanas en la memoria.

No parecer haber hora en la que este viento del norte no soliviante los pies, que se arrastran encogidos en los zapatos cuando buscan sin gana un sitio al que volver.

Todo es frío. Miran mis ojos fríos, hablan mis labios fríos, tocan mis manos frías y fríos escuchan mis oídos. Un mimetismo de invierno me blanquea los cabellos y me incrusta en el hueco de un frío que lo es todo.

Me dejo temblar, me dejo acurrucar en el hielo. Atrapado en la fría realidad, como un mamut resignado que ya sólo espera que el final sea un principio de museos.

Ni de perros ni de abandonos

La perrita se llamaba… Bueno, no me acuerdo. Es lo que tiene eso de que la televisión encendida haga de decorado, que el oído se habitúa al runrún de los anuncios y se nubla la memoria con los nombres ajenos.

El caso es que Lulú, convengamos en llamarla así, se portaba muy mal con sus dueños. Ladraba, mordía, arañaba las puertas… y había aprendido a abrir la nevera y a saquearla.

Ellos cuentan angustiados a la cámara todos sus problemas y su necesidad de hacer algo al respecto. La voz en off, imprescindible heredera del narrador de los cuentos de toda la vida, añade el dato escalofriante de que, Lulú, ya ha sido abandonada dos veces por dueños anteriores y que todo parece indicar que actúa así porque teme un nuevo abandono.

Y sin más introducción, lanza la pregunta que se me queda en los oídos clavada: «¿Le causará ese comportamiento descontrolado un nuevo abandono?».

No voy a hablar de perros, ni de hombres. Ni siquiera tengo pensado hablar de abandonos. Sólo pretendo dejar constancia de lo triste, de lo devastador que es el argumento que subyace en ese titular, cuidadosamente preparado para tocar la fibra sensible que hace que suba la audiencia.

Sería terrible, grotesco casi, que, aquello que hacemos para alejar las pesadillas, fuese, precisamente, lo que las alimenta. Que intentar evitar la soledad, la tristeza o la depresión, las atrajese con más fuerza.

Sería un verdadero horror que la llave que abre la puerta de todos los males fuese, precisamente, querer evitarlos. O que fuésemos motor y causa de nuestros sufrimientos.

Me quedé intrigado, deseando ver el desenlace de la historia, temiendo lo peor. Y tras el consabido y necesario paréntesis publicitario, unas cuantas indicaciones del instructor condujeron a un final sonriente y esperanzador, casi feliz.

Sí, es cierto. A veces generamos nuestras propias tinieblas. Pero la luz que crea las sombras, es también capaz de ahuyentarlas. Sería conveniente que alguien nos explicara cómo.

Espirales

Te rodeo primero, acercándome cada vez más, en una trayectoria espiral que curva el tiempo desde el principio, eludiendo la distancia más corta, gravitando como una luna.

Recorren mis manos tu cintura componiendo una hélice abierta en la piel. Un trayecto que se cierra sobre tu pecho, en círculos abiertos cada vez más pequeños, buscando un centro al que caer.

Sigo enredando espirales en tus senos, caricias con un dedo, que pululan alrededor, en busca del vértice. Confluyendo al final con sus sentidos contrarios en el gesto húmedo de una lengua que talla arabescos en tu voz.

Amplío mi ascenso por el cuello, enroscándome en él hasta dibujar espirales en las mejillas. Mis dedos se ensortijan con tu pelo, se riza mi respiración entrecortada y gira la estancia en secreto cuando suceden tus labios sobre los míos, retorciendo el mundo en un beso.

Volutas de fuego me ofrecen tus ojos entornados y la caracola de tu voz me gime como un mar al recostarse en mi oído. Espirales mis manos en tus caderas, espirales tus caderas en mi vientre, espirales de seda elocuente que agitan deseo y arrastran delirio.

En el último instante, cuando todas las espirales alcanzan su punto definitivo y parece haberse tocado a borbotones el extremo de la existencia, las ondas continúan su marcha envolvente y son las palabras siguientes las que me mantienen enroscado en tu cuerpo.

Incluso luego, cuando tú ya no estés y ande yo sumergido en esta clase de suspiros que provienen de mirar aquella hélice fijamente y creer que aún sigue en movimiento, sé que tres espirales me quedarán latentes. La de tu perfume, la de tu ausencia y la de tu recuerdo.

Cómplices

Cuando digo que miro, y aún antes de mirar, tú ya sabes a dónde. Cuando hablo, antes de decir siquiera la primera palabra, tú ya sabes qué sonidos expulsaré por la boca.

Me llevas implícito y no hay camino que siga que no puedas seguir conmigo. No hay complicación, ni aún la más recóndita, que no te ataña. No hay confidencia que desvele, por imprudente, que tú no tuvieras ya prevista.

Secuaces de una sola vida disfrazada del color de vidas distintas, somos criaturas imbricadas en la misma línea de esa mano que nos escribe juntas todas las palabras prohibidas. Cómplices que se salpican espuma de sueños de un mar de fondo que nos arrastra con su marea inconstante hacia una misma orilla.

Nadie duda que puede quererse sin entender, salta a la vista. Pero nadie termina de ser consciente de que es imposible entenderse sin querer, sin quererse, sin dejarse querer, sin implicarse hasta que duele.

Sé que me entiendes perfectamente y que estarás descifrando metáforas en este mensaje que anuncia que tiene que llegar el momento en que se acaben los sobrentendidos, para que tú puedas, por fin, entender lo que yo no me explico.

Aunque, a la vez cómplices y confidentes, ya sabemos muy bien lo que vamos a decirnos.

Salvavidas

Delgada, pero con formas, su belleza era un paisaje exótico. Su pelo era profundamente negro y adornaban su rostro unos grandes ojos, muy abiertos, de un azul clarísimo, casi imposible.

Hubiera llamado la atención en cualquier entorno, pero con aquel bañador naranja era muy difícil que pasara desapercibida. Desde el agua caliente de la piscina, ahora nado, ahora me paro, me pasaba la tarde capturando su imagen con miradas furtivas.

Nunca cruzamos palabra, una cierta barrera de edad me lo impedía, pero sí que nos dedicamos sonrisas abiertas cuando menguaba la luz de la tarde. Hasta que, un día, después de una discusión con un tipo alto que iba a verla de vez en cuando, aquellos labios se quedaron temblando en una mueca amarga.

Al día siguiente apareció vestida de calle, con cara larga y se puso a recoger sus cosas. Atendí cuando, otra chica, le preguntaba y ella respondía, un poco triste y un poco lejana, que no se podían salvar vidas con el corazón roto.

Nunca supe su nombre pero, gracias al tobillo, la recuerdo claramente siempre que va a cambiar el tiempo, y se me aparecen como en un sueño sus ojos claros de un azul inimaginable. Y recuerdo que estaba equivocada, que las heridas propias no impiden aliviar las ajenas.

Pero, para eso, hay que empezar por desahogarse primero.

Deudas pendientes

Si no hubiera nacido Serrat, si no se hubiese atrevido a cantar delante de una muchedumbre desconocida, yo no sería como soy.

El mundo que transitamos emite señales continuamente. Señales que encontramos o nos encuentran, que percibimos o que ignoramos en el tumulto de indecisiones con el que pasa la vida.

Algunas, sobre todo las que, por un cierto azar de cercanía, reconocemos enseguida, nos dejan marca permanente. Un acuse de recibo que se le devuelve a la vida, a veces, en el mismo instante y, a veces, mucho después de que acabe la urgencia de un conflicto y empiece la del siguiente.

Nos deforman o nos conforman, nos reconfortan o nos inquietan. Nos reforman y nos transforman, pero no les damos crédito hasta que —¡qué pronto pasa el tiempo!— son tan evidentes que no reparamos en ellas.

Si Lorca y Juan Ramón no hubieran sido poetas, si no supiera quiénes son Mortadelo, Forges, Mafalda o Julio Verne; si no conociera el nombre de la rosa, que el coronel no tiene quien le escriba, que hay una edad prohibida y que no es poco que amanezca, hoy no me gustaría este cielo color gris invierno que asoma por entre la niebla.

Aunque puede que este lejano razonamiento no te parezca acertado. Porque la distancia con la que se piensan las causas emborrona un poco la claridad de los efectos. Así que me acercaré un poco más con otro ejemplo.

Si tú no fueses como eres, yo no sería como soy. Si no me hubieses mirado nunca, nunca habría visto lo que ahora veo en ti a todas horas. Si tú no quisieras leerme, yo jamás habría podido escribir lo que he escrito.

Esta es otra de las tantas deudas que tengo contigo. Y quedan por venir algunas más, esparcidas en instantes en los que aún ni siquiera sabes que estarás y yo ni siquiera sé si seguiré siendo el mismo.

Collage

Sus manos eran, pianistas de piel, las de alguien que trabajó conmigo. Sus ojos tenían un universo en el iris, como el que portaba en su silencio aquella otra chica de mi pueblo adolescente.

Sus piernas frotándose con las mías tenían, en cambio, la suavidad de una tarde de otoño que viví en otro siglo. En sus hombros desnudos reconocí el temblor del verano en la playa cuando se recorre a tientas. La nariz pequeña que se acercaba, por instinto, con los ojos entornados, me resultó tan familiar que me colgaron los pies al borde del pecado.

Me tranquilizó la dulzura de sus labios jugosos, como los que vi en el semáforo cuando, llovía apenas en abril, huía de otro recuerdo. Sus susurros fueron micrófono y altavoz de cantante mejicana, al tiempo que su peso sobre mí tenía la consistencia de un baile muy lento en una fiesta de cumpleaños.

Pregunté su nombre a este collage somnoliento, pero no me contestó. En lugar de palabras, me devolvió la fragancia de tu perfume y estalló en una sonrisa etrusca desenterrada de otro tiempo.

Este es el efecto del extraño sortilegio, perverso y adorable, que algunas noches me juega la memoria cuando me duermo. Así que es cierto y, aunque me da vergüenza, tengo que reconocer que, a veces, sueño con mi propia Frankenstein. Y aunque comprendo que ella existe sólo un momento, también es cierto que, en ese momento, existe sólo para mí.

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