Tiempo revuelto éste, cuando choca la cola del verano con la cabeza del otoño. Los días pasan corriendo, como las nubes, que a veces forman un manto grisáceo que tapa el cielo para, un momento después, dejar que la furia del sol nos abrume de nuevo.
Hace frío en la sombra o, por lo menos, fresco, en tanto que a cielo descubierto abrasa sin piedad la luz. Pasan las nubes deprisa, empujadas por el viento y dejan, sin motivo aparente, rastros de gotas que apenas sirven para manchar el suelo.
Y aquí en el patio, debajo de la sombrilla enorme que tengo desplegada, el tiempo parece cambiante, indeciso, debutante en estas lides. Oigo el ruido de gotas gordas que comienzan una sinfonía siempre inacabada y yo también dudo si cerrar la sombrilla o protegerme del agua.
Al poco tiempo, cinco minutos escasos, el sol brilla de nuevo y tengo que desplegarla deprisa y corriendo para sentirme a salvo, escondido debajo de esta coraza, para que no me hiera el sol ni me roce el agua.
Así se nos pasa la vida, decidiendo, abriendo y cerrando la sombrilla, controlando el miedo de que nos hagan daño. Permitiendo que entren unos cuantos y cerrando la puerta a los demás sin criterio definido, con el único indicio vacío de lo que quieren ver nuestros ojos.
Tal vez esta noche de relámpagos traiga lluvia, y tal vez yo la esté deseando. Aunque sé que, las gotas que me caigan hoy, no me protegerán de las de mañana. Ni tampoco servirán para secar las que me mojaron ayer.
A pesar de todo, lo que yo quisiera es que, en esta noche de tormenta, tras el relámpago de tus ojos, tú me llovieras a besos sobre la piel.
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