«E-cinco» dijiste la primera vez, como si nada, lo primero que vino a tu mente, cosas del azar. Yo me sentí tocado nada más empezar este juego de secretos para dos, cavilando el roce de las miradas desatadas que nos propinamos sin querer.

«E-seis», continuó tu maniobra, y me volviste a tocar. Yo estaba contento porque, en el fondo, a todos nos gusta ser descubiertos en otras manos suaves y blancas. Después de eso, ya se sabe que con un solo beso se alteran las brújulas y se redibujan las cartas de navegación.

Bastó poco para que afinases la puntería con un «E-siete». Me dejaste herido de muerte, hundido sin remisión en tus ojos, deseando que tu abordaje me durara para siempre.

Hice trampa, ahora puedo confesártelo, y, sin que tú me vieras, moví mi corazón un poquito para que pudieras darle más fácilmente. Y en verdad que no hubiera hecho falta, porque tienes algo de hechicera y adivinaste, desde el principio, que el rumbo de mi flota llevaba el viento a tu favor.

Pero ahora que estoy hundido, que tu recuerdo me tiene ahogada la voz, te escondes detrás del tablero y, a todos los números y letras que digo, siempre me respondes con lo mismo ———agua, agua, agua——— y nunca acierto a tocarte el corazón.