Algunas tardes, mirando por la ventana, pierdo la vista en la gente que sube y baja la cuesta. Tararean con sus pasos melodías monótonas, repiqueteos de viaje presuroso. Persiguen relojes como a faros en una tormenta. Suben y bajan a horas concretas, como regidos por una marea indecisa.
Luego aparecen bancos de niños zambulléndose en la calle con patinetas. Algarabía de gritos agudos, estridentes, irracionales. Juego de pies y ruedas que se enredan la acera. Cremalleras de ruido que se abren y se cierran sobre cojinetes de hierro. Olas de velocidad y espuma, mar gruesa, que remueve la playa al alejarse.
Más tarde, veo llegar el agua que las nubes volcaron en la montaña. Corrientes bravías que arrastran sargazos hechos con papel de revista vieja. Llueve con saña y las estrellas de río, envoltorios plateados antes rellenos de patatas, brillan en el fondo de la estela que escapa cuesta abajo hacia el centro de un océano impensable desde estas alturas.
Ahora llegas tú. Te veo aparecer en la curva, indiferente al agua, con tu cofre del tesoro en una mano y, en la otra, una red de supermercado abarrotada. Me miras de perfil con tus dos catalejos de luna y, mientras pasas de largo como quien huye de un mal sueño, recitan mis labios viejas palabras tristes de Whitman: «¡Oh, capitán!, ¡mi capitán!…».
Algunas tardes grises, como ésta, me haces recordar que ya no soy capitán, sino grumete; que mi barco envejecido ahora es casa embarrancada en la colina. Entonces quiero darme por vencido y encaramarme al trinquete para terminar de una vez este viaje a ningún sitio que me tiene buscándote desde la ventana, y gritar a los cuatro vientos, con todas mis fuerzas, «¡Aguaaa!».
Pero hay tardes grises, monótonas de lluvia, ahítas de agua, que parecen no acabar nunca, nunca llegar a puerto, nunca besar tu playa.
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