Algunas veces siento envidia de los viajeros. De las personas que se aventuran a mirar con sus propios ojos el mundo que les está esperando. De aquellos que caminan sobre las huellas de la historia mientras palpan, emocionados y distantes, los tesoros más extraordinarios que jamás pudieron imaginar. De quienes cumplen en carne propia sueños de lejanía y los viven de nuevo para contarlos.
Todos los viajes comienzan mucho antes de dar el primer paso. Porque ya hemos estado allí en un sueño, en una imagen, en una palabra. Hemos entornado mil veces los ojos queriendo sentirnos allí, pintando los pasos que esperamos dar y calculando el paisaje que deseamos que nos envuelva. Todos los viajes, incluso los del corazón, siempre son retornos.
Siento envidia de los viajeros. Pasan por mi lado y me dejan sus huellas, que añado a la historia sin fin que me está escribiendo en estas hojas. Me miran fascinados o tristes, alegres o cabizbajos. Dejaron atrás sus ataduras del sentimiento y no tienen previsto detenerse en mí nada más que el tiempo preciso. Y se alejan y siguen su periplo imparable, de regreso urgente, imperativo, hacia su propio futuro indefinido.
Aquí estoy parado, estático, envejecido. Inundado por el ir y venir de gente que, a veces, muy pocas veces, muy poca gente, me mira un instante… Y aunque yo también los miro, siempre siguen adelante, trazando con prisa su propio destino. ¡Qué misterios buscarán que yo no tengo escondidos!
Y aunque siento envidia de los viajeros, viajero como todos, sé que el azar me lleva por intrincadas pendientes del sentimiento y por extraños caminos. Siempre de regreso, hacia quién sabe cuándo. Caminante de recuerdos. Nómada en el tiempo. Viajero desprevenido.
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