He visto un dragón con mis propios ojos. Un dragón desalmado, con cara de furia y ojos enigmáticos. Que no sé si sufría por acorralado, o, simplemente, desencantado con su suerte metálica.
Tenía brillantes escamas doradas, dientes afilados como alambres de oro y un cuello inmenso y largo que se estrechaba en su garganta, ahíta ya de no haber echado nunca fuego.
Pulsé el botón, imantados mis ojos en su bruñida coraza, imaginando princesas que rescatar del cristal. Y el dragón se retorció de dolor en su urna. Movió las alas que, cuando no sirven para volar deben estar rellenas de una tristeza inútil, resopló con ira centenaria y movió la boca en un estertor para decirme algo que dichoso idioma de los dragones no supe entender en ese momento.
Vi también un circo con leones que saltaban aros, un gato relamiendo leche derramada, un barco mecido entre las olas de unas tablillas que marejaban el espacio. Todos en urnas, perfectamente aislados y, obedientes hasta el extremo, embebidos en la física de su mecánica sorprendente y rotatoria.
Pero todos tenían, no había más que fijarse en sus caras, la mirada perdida, el gesto vacío y un alma descolorida y rutinaria. Por eso, cuando salí de aquel monstruario de inocentes, me llevé a casa, adosada y cíclica, su propia e intensa melancolía autómata.
Ahora, aquí, detrás de la pantalla, escribiendo esta historia imaginaria de artefactos, he descubierto que no era furia sino angustia lo que aquella criatura vociferaba. Que no vociferaba, sino que me hablaba al oído con desesperación. Que no era amenaza, sino aviso. «Todos somos autómatas», me decía el dragón, «todos somos engranajes, todos somos urna y todos somos botón».
Y ahora, aquí, detrás del cristal de la pantalla, escribiendo esta historia de otrómatas sensibles y dragones sin princesa, he pensado que tal vez haya alguien en otra piel imaginaria que esté ahora recordando cuánto brillaban mis escamas. Y que piense si, cuando pulsó mi botón, quise decirle algo al mover los dedos sobre el teclado.
Aunque estoy convencido de que las palabras del dragón vienen traducidas de un idioma extranjero, de esos que siempre nos confunden ser con estar y a todos con cada uno.