Una colección de instantes

Preludio (Página 9 de 18)

La poesía no es para el verano

Me sentí un poco extraño, tal vez porque soy así de raro, en aquel laberinto de centauros con carrito.

Yo sólo buscaba un libro. Un nexo de unión con la playa y sus tardes largas de sol. Así que me fui apartando del baile de la colmena y pregunté a una chica, perfectamente vestida para adornar un avión, dónde podría encontrar ese tipo de artículos.

Al llegar a la zona señalada, miré los estantes de un vistazo. Pero después mi búsqueda se tornó minuciosa y fui leyendo, de uno en uno, títulos y autores de cada libro, estante por estante, desde los más altos hasta aquellos en los que tuve que agacharme.

Efectivamente, ni un solo libro de poesía. Novelas de todas clases, libros de cocina, estupideces de autoayuda y mucha teoría del sudoku. En un último intento, pregunté a un amable caballero —por su indumentaria debía ser del mismo avión que la chica—, que sentenció:

———La poesía no es para el verano. No se vende y por eso la retiramos. En otoño traeremos algo. Pero ahora nuestros clientes sólo piden novela y mapas.

Le di las gracias, más que nada por su sinceridad, y, resignado, retrocedí hasta un estante en el que un título me había llamado la atención: «El ángel más tonto del mundo», de Cristopher Moore.

Ella me esperaba tomándose un helado de nata y me cogió el libro para verlo.

———¿No había poesía? Ya te dije yo que la poesía no es para el verano.

Por la tarde, en la playa, mientras abría la novela, me puse a pensar en si es verdad que hay lecturas para cada estación. Si la literatura ha entrado de lleno en el torbellino de las modas, y va cambiando cada año:

«Este verano se llevará novela histórica con mucho vuelo de capítulos plisados al bies, entre finos encajes de denuncia política. Se adornará con biografías supuestas de grandes personajes históricos y largas sagas de criaturas con poderes mágicos.»

La última duda que me asaltó, antes de empezar la novela, fue la de si los poetas en bañador son bichos raros en peligro de extinción.

Mil perdones

———!Ya estoy aquí¡ He tardado un poco, mil perdones.

———Mil perdones no son suficientes.

———¿Suficientes para qué?

———Para devolverme todos los pensamientos que tuve mientras te esperaba y que, ahora, al verte, se me han ido de repente.

———¡Pero buenooo! ¿Qué pensamientos tuviste?

* * * * *

Pensamientos pensantes, esperantes, inconscientes. Pensamientos transitorios, futuros inciertos, expectativas locas. Pensamientos nómadas, que vienen y van y vuelven a irse, dando vueltas, al azar, esperando su turno pacientemente, haciendo tiempo para convertirse en prosa.

Pensamientos inconstantes, breves, fugitivos de la realidad, instantes divididos entre el sueño y el olvido. Pensamientos interinos, accidentales, transeúntes, vanos. Pensamientos mortales hacia delante con tirabuzón y escorzo. Pensamientos bobos, chispas fugaces de bioquímica frágil.

* * * * *

———¿Tú no pensabas en nada mientras venías, sabiendo que llegabas tarde y yo te esperaba?

———Sí, claro… pero en una cosa solamente.

———¿Cuál?

———Sólo pensaba en verte.

* * * * *

Las criaturas de tierra sueñan con tener alas, pero no saben que nosotras, las de aire, envidiamos a quienes siempre tienen los pies en la tierra. Mil perdones.

De pintura

Hay magia en el color, en cómo tiñe las paredes de la habitación y modifica los pensamientos que nacen dentro. En las gotas que se escurren resbalando gravedad, atraídas por el misterioso universo de huellas que queda en el suelo.

Parecen cambiar las dimensiones, el espacio contenido, la luz que entra por la ventana. Hasta el eco del cuarto vacío se desgrana de otra forma, más dulce o más salada, según el color del que se desprende.

Mientras pintaba la pared de verde, me pareció oler la hierba en la que nos besamos hechos un ovillo. Después pasé al azul turquesa y volé, rodillo en mano, rozando apenas las nubes de gotelé que me acercaron al cielo.

Más tarde, el naranja trajo el sol a la habitación y vistió tu ausencia con la miel del sendero que mis labios abrieron hacia el amor por entre tus senos altivos.

Sé que no volverás —quiero parecer convencido—, ya me lo dijiste con un hilo de voz entrecortada. Pero es que, esperar imposibles, me tiñe los días grises del corazón, de rojo y plata.

Delfín

Debí ser humano en otra vida porque al asomar mi cabeza del agua y ver a aquellas frágiles criaturas sentadas en una sombra, huyendo del sol, sentí una compasión profunda.

Su cuerpo escuálido y lleno de apéndices, las hebras de colores que tienen por todo el cuerpo y sus aletas llenas de dedos son impedimentos para vivir en el mar. Incluso su piel reseca necesita una protección externa, como si fuese la muda de un cangrejo, que algunos se ponen para entrar en el agua.

¡Se ven tan débiles manteniendo el equilibrio sobre dos de sus patas! Y, sin embargo, dicen los estudiosos, que los ruiditos que emiten entre ellos sin parar, mientras se enseñan los dientes y tapan y destapan sus ojos, demuestran su inteligencia.

No sé. A mí me costó poco domesticarlos. Bastaron un puñado de cabriolas, una ración de mojigangas y algún que otro salto, para que aprendieran rápidamente cuando tenían que darme pescado.

¿Qué si echo de menos el mar? No, no, porque ese mar que cantan los poetas y en el que nunca han estado, es en realidad un infinito desierto de agua; sin otra distracción que contar estrellas, desafiar calamares en el abismo o asustar a los peces de colores del arrecife.

Prefiero estar aquí, tranquilo, sosegado, viendo el desfile de las criaturas que pasan por mi lado. Intentando descubrir en ellas tu rostro puntiagudo que se repite en mi sueño. El sueño que siempre empieza cuando, al verme en el acuario, te empiezas a enamorar y, al contacto con el agua salada, tus piernas humanas se convierten en una aleta caudal bien torneada.

Mientras espero verte llegar, pasa la vida, como pasa el azar, y sigo nadando mi rumbo, divirtiéndome con los asuntos de mis congéneres, escuchando sus historias y relatando mi propio anecdotario.

Como cuando aquella primavera —¡qué absurda imaginación!—, le conté mis anhelos a un delfín nuevo que llegó. Y no se le ocurrió más que la peregrina idea de que, tal vez, los humanos, también sueñen con sirenas.

Si me vieses

Si me vieses dar vueltas por la casa, pasearme en pijama por el patio y mirar a la luna del cielo entornando un poquito los ojos, podrías pensar que estoy loco.

Tal vez lo esté, quién sabe, y este insomnio recurrente sea el síntoma esencial de una mente quebradiza. Pero yo hago lo que puedo, ceno poco, leo algo y dejo que el amodorramiento solitario me lleve hasta la escena del sofá.

Pero, qué va. Subo las escaleras con un ojillo cerrado y el otro a medio abrir, con la voluntad desconectada y el cuerpo pidiendo tregua, bostezo va, bostezo viene. Entonces parece que va a llegar el lapsus diario de la conciencia y consigo, a duras penas, ponerme horizontal sobre la cama.

Falsa alarma. Se me abren los ojos de par en par y no consigo estarme quieto ni quitarme de la cabeza todo lo que hice hoy y lo que dejé para mañana. Me levanto, vuelvo al salón, a la cocina, recorro la casa como alma en pena que no quiere hacer ruido para no dar lástima.

Bajo al patio y busco la luna, aguantándome las ganas de aullar por respeto a los vecinos y al qué dirán. Y aunque me resisto todo lo que puedo, acabo en el ordenador, compañero de horas brujas, tecleando como un poseso, historias que empiezan en verso y acaban en duda.

Lleno de música mis oídos y dejo resbalar los dedos por el teclado, mezclando realidad y ficción, renglones largos y cortos, ocupando todo el ancho de banda de mi vida con una pantalla blanca que se va llenando a trozos.

Y nada más. De tanto en tanto, vuelvo a la cama a ver si se me cierran los ojos, hasta que, sin poder predecir cuando, uno de esos regresos es el bueno.

Ahora voy intentarlo de nuevo. Apagaré las luces y subiré, como un fantasma, arrastrando los pies y suspirando. Dejo el ordenador encendido por si acaso, aunque está visto que hoy no estoy nada inspirado y sólo he conseguido escribir, una historia que no tiene fin, ni tampoco tiene principio.

Blanco

He borrado las señales evidentes, los errores plasmados, la vida escrita a desconchones sobre la pared. Se han ido también las huellas de todos los roces, las marcas verticales del tránsito cotidiano, los agujeros equivocados que tapaban los cuadros.

He pintado de blanco el pasado, tapando con pintura todas las historias contenidas en el polvo, cambiando de tono la luz que entra por la ventana. He estirado los brazos hasta que no ha quedado nada por alcanzar, como un extraño sueño que sólo puede estar cumplido antes de empezarlo a soñar.

Y mientras lo hacía, me sentía muy feliz. Porque pintar es escribir sobre lo escrito, combinar el pasado manifiesto con un instante nuevecito, reluciente, preparado para ser estrenado en cualquier momento.

Atrancado siempre en el blanco digital, sin saber cómo empezar a emborronarlo con manchas negras tecleadas sin ritmo, he aprendido que también puedo devolver el color que mancillo para que el ciclo comience otra vez.

Tienen memoria la vida, el corazón y el papel. Todo les deja marca y por eso es imborrable lo que en ellos he escrito. Pero el yeso no, y yo ando pintando paredes blancas, llenando el suelo de estrellas enanas que llevan en sus entrañas un universo plano. Mañana, oliendo aún a tiempos venideros, volverá a ser el primer día que habite estas paredes blancas y deje en ellas otra primera huella de mi paso.

Ya he dejado preparado el futuro vestido de azúcar, de nata, de nieve, esperando desnudo a que yo lo convierta en presente. ¿Cómo resistirse a escribir el poema de una vida impaciente en este lienzo tan blanco e incierto del porvenir?

Ocaso

A la luz mortecina del pensamiento que me asalta por detrás de este ocaso silencioso, mi ojos convergen hacia tu espalda.

Tu piel es blanca y en ella escribo —o mejor diría redacto— ternuras embebidas en las palmas de mis manos. Me giro para ver tus ojos, gravitando a tu alrededor como un planeta que busca ansioso un eclipse de sol abrazándose a la luna.

Entonces sonríes levemente, un mohín delicioso que dibuja en tu rostro fresco un aire mágico. Mi dedo resbala desde la mejilla hacia tus labios enjutos, trémulos, y los para en seco cuando están a punto de decir verdades infinitas.

Porque yo no he venido a este sueño a escuchar palabras ya dichas, sino a aliviar todas las caricias pasadas que ahora llevo encendidas y a ensayar los besos que se desviven atrapados en mi nudo del corazón.

No te desnuda el calor, que son mis manos las que te buscan los vértices y descorren suavemente el velo de la eternidad hecha suspiro. No son gigantes, sino molinos, las aspas de mis brazos cuando te cogen en vilo mientras dos lugares exactos coinciden en la misma lluvia.

Después, como el ocaso, te esfumas, cuando la noche está cerrada de luna y ya sólo cabe realidad en el vacío de mis manos. Entonces es cuando más adoro tu voz y cuando más echo de menos una sola palabra tuya: «abrázame».

Desolvido

De sobra sé que no se pueden plantar semillas en el recuerdo pero, aun así, todos los días las riego. Y todas las noches espero, con los ojos entornados a este duermevela inquietante, que tengas un desliz imperdonable y florezcas para mí de nuevo.

No hace falta que me expliques que en la geografía del aire nunca hubo cabos sueltos. Porque yo quiero seguir explorando paisajes, llenarlos de humo y verlos esfumarse en un sueño por si acaso, la ventana de tu nombre, vuelve a teñirse de espejo.

Mirar atrás y huir hacia delante no es lo más cuerdo que conozco. Pero déjame seguir loco, mirándote de reojo, por si se cruza otra vez conmigo tu estela del porvenir. Porque creo, aunque sin razón aparente, que tenemos un encuentro pendiente de escribir.

Es inútil tu esfuerzo, tu olvido fugaz se nos está quedando corto. Pues, por más que cambies tu corazón de latitud, por muy lejos que te vayas, siempre me tendrás, tan sólo, a un pequeño tú de distancia.

Espejismo

Agosto resbala imparable por mi frente, me invade los pulmones con su aliento estéril, con su anticiclón de fuego.

Intento escapar, resistirme, y huyo hacia la sombra como un ente oscuro que busca en vano y a todas horas, la opaca compañía de la noche. El día entero voy vagando como un fantasma, ocultándome del sol, apoyando mis manos en el sonido del hielo tintineando en un vaso.

Pero me persigue y envía su aire hosco sobre todos los paisajes en los que me escondo de este calor pegajoso e insufrible para los mortales. Los sentidos huyen despavoridos cuando el mediodía se acerca y ya no puedo oler, ni escuchar; ni siquiera pensar con sentido cuando hierve a fuego lento el ochenta por ciento de mi cuerpo hecho agua.

Y cuando más sudo, cuando más deprisa caen las gotas por mi piel resbalando su azar imperceptible por debajo de la camisa, cuando más aprieta el sol quemando nubes y salpicando el suelo de incandescencia derretida, recordar tus besos me refresca los labios que andan secos de tu nombre.

La tersura de tu pecho me cobija en las horas yertas de calma imposible y me llega la brisa de tu pelo que recibo como escarcha que consigue aplacar el fuego. Tus ojos brillan estrellas para hacer noche y darle tregua a este pobre junco de río seco que se dobla por las rodillas buscando tu centro de gravedad para abrazarlo y quedarse dentro.

Cuando acaba todo, cuando el aire quema de nuevo y vuelven los latigazos del sol, me despierto empapado en sudor viscoso. Y aunque siempre te esfumas entre mis dedos, yo sé que nunca serás espejismo, por más que los días —y las noches— quieran vestirme la vida de desierto.

Presentimiento

Los granos del tiempo van cayendo al desierto de los instantes vividos con un ritmo imparable. Acaso parece que, a veces, de tanto en tanto, alguno se distingue porque tiembla, o brilla, o se resiste a descender al almacén del pasado.

Tarde o temprano, no sin un poco de suspense, cae de todos modos, como fruta madura que se abandona a la gravedad de la física que gobierna los cuerpos.

A primera vista se pierde entre los otros tantos que allí derivan hacia el olvido extenso. Pero si nos fijamos —y de eso trata la vida, de sentir cada latido— aún después de caído sigue haciendo ruido en nuestro corazón.

Es hermoso rescatarlo y verlo resplandecer a la caída del sol, cuando la noche se hace humana y abre sus mil ojos interiores que todo lo ven, para disfrutar dos veces con su brillo; porque se activa, radiante, la brújula del recuerdo, que siempre señala hacia donde he vivido. Y porque, además, saber que mi memoria no está vacía, me ensancha un poquito el pecho y me ayuda a creer que, alguna vez, no estuve solo en algún universo.

Me alejo con la mirada perdida, una vez más, envuelto en instantes impensables que siempre me llegan de cinco en cinco, sin poder evitar que me invada un pensamiento continuo, tierno y agridulce, imposible y sin sentido.

Porque mientras mis manos rozan la memoria de tu piel, no deja de morderme la pena de que tú no puedas entrar en mi cabeza y contemplarte así, vívida y refulgente, del modo en que yo te recuerdo antes de ponerme a escribir. Te gustaría verte —tengo ese presentimiento— casi tanto como me gusta a mí.

« Entradas anteriores Entradas siguientes »

© 2025 Instanteca

Tema por Anders NorenArriba ↑