Es leve la vida, inasible, escurridiza. Se esfuma como una niebla y nos traspasa como un viento revoltoso que nadie sabe de donde viene, ni hacia donde va.
No nos espera cuando queremos dar el primer paso, ni hay manera de echarla a andar cuando se amortigua el vértigo de los días y resbalan incesantes las rutinas cotidianas que no dan tiempo para soñar.
Y después, cuando vemos que se alejan los instantes percibidos, cuando el último grano de arena se resiste a perderse entre los dedos, cuando la sed del pasado inunda el presente, aprendemos que la vida es, precisamente, todo eso que tuvimos y que ya no podemos retener.
Entonces se vuelve de humo, que se queda en los ojos enturbiando la vista. Se convierte en el aire que duele en los pulmones trece veces por minuto. Y a fuerza de mirar las sombras que proyectamos juntos, acabamos olvidando la luz que las crea.
Es leve la vida, un suspiro apenas, y su sustancia descansa en creer siempre lo contrario. Pero es mucho más leve aún cuando tú te vuelves intangible a través del paso lento de los calendarios.
Entre aquel te quiero y este no me olvides, la vida se me ha vuelto silencio y espacio libre.
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